La vida de al lado

CAPÍTULO 4: «HAY QUE PEDIR PERDÓN»

Lo primero que hice el día siguiente en la universidad, fue revolcar la biblioteca entera antes de que comenzaran las clases del día, en búsqueda de los únicos dos nombres que por ahora, eran la pista más grande para entender qué me sucedía. Me aferraba a la idea de no estar enloqueciendo, solo porque al despertar esa misma mañana junto al espejo empañado del baño, escrito al revés se encontraba un mensaje: «mantente alerta». Sin embargo, la Historia no parecía conocer nada de Amos o Aset más de lo que ya sabía.

Di un salto cuando el celular vibró en mi bolsillo; encendí la pequeña pantalla del aparato y sonreí aliviada al ver que se trataba de Joanne, pero la alegría no duró porque la pena de haberla evitado la última semana me acarició las entrañas.

«¿Dónde estás? William está aquí».

«Responde».

 Tecleé lento, mientras maldecía que costara tanto apretar cada letra, como si estuvieran trabadas. Al fin de varios segundos logré enviarle una respuesta: «Ya bajo».

Recogí de la mesa el libro que acercaba a las respuestas que necesitaba; Amos era el más fácil de localizar, gracias a la armadura romana que vestía. ¿Tal vez su nombre era conocido en alguna parte? Guardé en la maleta el libro ya sellado y corrí escaleras arriba al tercer piso donde tenía la clase, un amplio salón con varias hileras de largas mesas donde cabían cuatro estudiantes en cada una.

Entré un par de nombres antes de que el profesor Lois me llamara; frunció el ceño al verme llegar de última y traté de evitar la mirada que me quemaba la nuca mientras caminaba al puesto junto que Joanne me guardaba. Saludó con una tensa sonrisa y me pasó un papelito con un «¿estás bien?». Asentí sin verle a la cara y la escuché suspirar mientras cogía el mensaje y lo guardaba dentro de su agenda.

Lois hablaba de la Edad Media, pero por primera vez era incapaz de concentrarme más de un minuto antes de que el libro en el que pretendía conocer más de Amos me robara la atención. La verdad, quizá era el miedo el que actuaba por mí: la amenaza de algo o alguien que sabía de mi existencia y habría acabado con ocho versiones mías en el pasado, ¿qué les hacía pensar que era yo quien pudiera detenerlo? Desaparecer no podía ser tan malo, después de todo, ¿no? Ser borrada de la existencia… No, aquello iba en contra de lo que quería para mi vida. Sacudí la cabeza y cuando volví a la realidad, la clase entera tenía los ojos puestos sobre mí.

—¿Señorita Brun? —La mirada del profesor rogaba por una respuesta—. ¿Podría dar ejemplo y responder la pregunta que su compañero no pudo?

—Sí, yo… —tartamudeé. La sonrisa de Lois comenzó a borrarse al percatarse de que estaba tan perdida como los demás. Vi cómo sus hombros bajaron y mientras se acomodaba las gafas, casi pude escuchar el suspiro de decepción que me hizo hundir en el asiento.

—¿Alguien sabe la respuesta?, ¿nadie?

Su voz volvió a perderse a medida que se respondía a sí mismo y comenzaba a hablar de las expediciones en nombre del Papado en el Mediterráneo Oriental. Las tres horas de clase se convirtieron en una eternidad, pero al finalizar, justo cuando me puse de pie dispuesta a correr a casa para estudiar a fondo el libro, el profesor Lois se acercó a mi puesto y puso su pesado maletín frente a mí.

 —¿Me permite un poco de su tiempo, señorita Brun?

Miré de reojo a Joanne, que tenía la misma expresión de Lois en el rostro. Le debía una gran explicación a cada uno, pero tenía la mente tan revuelta que ni siquiera pude decir la primera palabra antes de que mi amiga me agarrara del brazo en una señal que interpreté como su último intento de entender por qué actuaba tan extraña últimamente.

—Estaré afuera —dijo, con un gesto que a duras penas podía considerar como una sonrisa.

A solas con el profesor, me pidió tomar asiento y corrió la silla de Joanne para acercarla más a mi puesto.

—¿Ocurre algo? —Se le veía preocupado. Negué en silencio, pero él abrió su maletín y sacó un pañuelo que se pasó por la frente—. Si le incomodó algo de anoche, señorita Brun, yo… ¿Pasó algo de camino?

—No, profesor, no es eso —respondí, con el calor de la vergüenza en el rostro—. No pude dormir bien, lamento no haber estado atenta a su clase.

—No se preocupe por eso. —Su mano rodeó mi hombro y apretó suave. Me removí, de pronto con la urgencia de correr de nuevo punzando mi pecho, y él retiro el tacto, disculpándose mientras tomaba la distancia entre nosotros.

Bajé la mirada, arrepentida por alejarlo; el profesor Lois era lo más cercano a una figura paterna que conocía: me había ayudado a pagar los primeros meses de mi alquiler y habló con sus contactos para conseguirme un empleo en el museo a cambio de que le ayudara con sus investigaciones. Se preocupaba por mí, tanto como Joanne, y yo solo me encargaba de crear barreras cuando las cosas se ponían difíciles.

—Lo siento —dije—. Pronto se cumplen dos años desde que me fui de casa.

Lois se ajustó las gafas y se frotó la barba que comenzaba a salir. Si mis padres actuaban desinteresados ante mi posible muerte, a manos de la sombra que acabó en el pasado con mis otras vidas, ¿él se entristecería?

—Está bien, señorita Brun. Si necesita algo, solo dígamelo, por favor. —En ese momento bajó la mirada a mi bolso abierto y advirtió el grueso libro que guardaba—. ¿Uno nuevo?




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