Como guerrero de la antigua Esparta, di todo de mí para ganar tu amor. Me convertí en el soldado más fuerte para mostrar mi devoción hacia ti, demostrando que soy fiel a tu piel como Galileo Galilei a su teoría heliocéntrica. Me arriesgué, jugándomelo todo por ti, pero parece que no te interesa.
Sin miedo a la censura, te ofrecería un beso apasionado en tus labios, bellos como el cielo, y aunque pienses que no tengo razón, por ti lo daría todo, como lo haría un loco por amor, sin reconocimiento alguno. Me rindo ante tus pies y te confieso que ya no puedo más, que considero esto una derrota más.
Para mí fuiste y eres el Santo Grial, única en tu especie, difícil de encontrar. Aún sigo siendo fiel creyente de que eres mi Santo Grial, el que tiene el poder de darme vida eterna y sanar mi corazón, que está hecho añicos por no saberme valorar.
Más allá de ser el objeto que me dará paz, eres la persona que tanto me costó encontrar. Eres la guía que debo seguir para hallar la paz mental.
Eso era lo que me decía cuando no te quería soltar, cuando deseaba cambiar lo incambiable por un simple capricho, buscando amar y ser amado. Así pensaba un hombre que fue pisoteado toda su vida, un hombre al que una vez más le habían derrotado.
Siento miles de derrotas que soportar, con un desorden mental que tú ni te imaginas. Tarde me doy cuenta de que el amor es la muerte de la paz mental, tanto que anhelé amar, y ahora me arrepiento de haberlo hecho. La simbología del Santo Grial era una búsqueda espiritual, un encuentro con lo divino, una metáfora para revivir los buenos tiempos de paz mental.
Como el milagro de Fátima, te concedí el secreto de cómo mi infierno podía parar. Te lo dije para que no lo temieras más, revelé el dolor que había dentro de mí sin tener que ir al más allá.
Te conté cómo mi alma se consumía por no alabar su nombre, por no doblar rodillas cuando tenía la oportunidad. Te di todo mi amor y me olvidé de quién me enseñó a amar, de quien me otorgó la vida y me enseñó a caminar.
Di por muerta mi forma de amar, y hoy considero que renunciar fue mi derrota. Ya no me cansa caer y ser aplastado una vez más. Caí en la tentación de tus labios morenos, así como Eva cayó en la tentación del fruto prohibido del Edén.
Muero de envidia cuando alguien más te ve, como Caín se dejó llevar por la envidia, acabando con Abel. Y ahora, condenado a vagar por las calles de la ciudad, por no corresponder al llamado de un Dios que desde arriba todo lo ve, considero mi batalla un fracaso por buscar el amor de alguien que ni siquiera me ve. Hoy es el día de mi derrota, pero soy un hombre que sabe perder.