La vida en una canción [editando]

1


Trágico encuentro inesperado.

Celeste

🍴

 

Oh, oh.

 


¡Qué vergüenza!
El hombre me miró entre intrigado y al colapso de las risas. Y es que era algo peculiar que la mesera a su disposición le sonaran tan duro las tripas. Las manos comenzaron a sudarme y un calor me invadió las mejillas. El hombre iba de traje y su compañero igual. Parecían los auténticos hombres de negro. Solté con la educación que pude reunir, una disculpa y desaparecí de allí en busca de sus pedidos en cuanto antes.
Puse una mueca al entrar en la cocina.
—¡Oye Celeste! ¿Dime que no lo volviste a hacer?
Zara sonreía con burla. Ella también era consciente de mis sonidos estomacales (había presenciado varios). En mi defensa, no había podido almorzar. Mis padres también estaban en problemas económicos así que tuve que correr al cajero y enviarles apoyo.
—Es muy importante lo que tenía que hacer y puede que no almorzara — dije cada vez más bajo, ella alzó una ceja con suspicacia, lo intenté de nuevo con más convicción —. De vida o muerte.
Ella suspiró para no reír y me tendió un plato con una deliciosa hamburguesa preparada por sus diestras y maravillosas manos. 
—Toma, come.
La miré como el ángel que era y antes de que se me cayera la baba, me zampé la hamburguesa. Dos de las otras camareras nuevas que habían contratado, entraron con bandejas en mano y cuchicheando entre sí. 
—¿Habes e qué stan bablando? — pregunté con la boca llena.
—¿Disculpa? Yo no hablo tu idioma cuando estás tragando como una persona indecente — dijo preparando los pedidos.
Rodé los ojos y sonreí cuando una fina línea de salsa escurrió por la comisura de mi boca, tragué y me limpié.
—Pregunté, ¿que si sabes de qué están hablando? Llevan rato alborotadas.
Me refería a las otras empleadas. 
—Concretamente no, llevo tanto rato en esta cueva que no me entero de nada.
—Yo sé que amas esta cueva — hablé con calma después de haber aplacado el hambre.
Comer era increíble.
—Naturalmente — sonrió embobada.
Conocía a Zara desde hacía dos años, cuando comencé a trabajar aquí. Y la verdad, su pasión por la cocina ha permanecido con ella desde siempre. Su sueño es cocinar para alguien profesional o abrir su propio restaurante. Y es muy buena chef.
Llevé el último bocado de hamburguesa a mi boca y le chupé los dedos.
Comprobado.
—Gracias Zara, te debo una — expresé tomando la bandeja de nuevo.
—Gracias no, te las voy a cobrar algún día.
Anunció antes de que cerrara las puertas detrás de mí. Podía fingir que no le había oído.
Reacomodé mi cabello tejido esforzándome por controlar los cabellos castaños rebeldes que me sobresalían de la crineja y continué con mi trabajo.
En un restaurante se ven las mil cosas... Las familias disfuncionales, la parejita enamorada, los que están a un paso del divorcio, aquellos que han dejado a los niños en casa para tomar un respiro. Pero sin duda alguna, no sabía en qué etiqueta meter a los hombres de negro. Ya habían llevado su orden pero al mirarles, me di cuenta de que no pasaban desapercibidos. Eran muy mecánicos y no sonreían para nada. Uno de ellos me miró y aparté la vista incómoda. Tal vez tendría que crear una nueva etiqueta al fin y al cabo.
Eran las diez, la hora de cerrar.
Había finalizado otro día más de duro trabajo. Recogimos todo y limpiamos las mesas. Perfect de Ed Sheeran y Andrea Bocelli sonaba al fondo, suspiré y me relajé con la canción. Tomé una silla y antes de guardarla en su sitio, aproveché de tomar un pequeño descanso para frotarme los pies. Dolían. Un suspiro de placer se escapó de mis labios por el masaje. Me puse de pie y fui a buscar los desperdicios.
Salí a botar la basura en los cestos, cuando de pronto escuché... ¿una riña? No podía ser cierto.
Definitivamente estaban discutiendo. Un hombre de porte alto y robusto con un corbatín — debía decir, algo ridículo — en el cuello le explicaba con elocuencia al otro — el que estaba notablemente más alterado —, no podía ver su cara, estaba de espaldas a mi. Me fijé en su ropa, un jean y un saco negro (debía ser un cliente VIP) y que iba de un lado a otro frotándose la cara.
—¡Bueno, pero no soy un niño indefenso! — bramó.
—Así es esto, no puedes escaparte así no más.
—Nadie me reconoce y no salí sin compañía — hizo énfasis en cada palabra, manteniendo la compostura.
Por suerte, ni uno ni el otro se habían percatado de mi presencia. Con cuidado caminé — casi en puntas al estilo de la pantera rosa — hacia el cesto de aluminio. Pero claro, la suerte no estaba de mi lado... y ser invisible tampoco.
Me tropecé con una concha de cambur y resbalé, conseguí no embarrarme, pero no chocar con el cesto fue imposible de evitar. Aterricé de trasero con las bolsas a cada lado y la tapa del cesto en mi cabeza, bueno no, justo a mi lado.
—¡Carmín! — chilló el más joven acercándose a mí para ayudarme.
¿Y desde cuándo yo había adoptado ese nombre?
Me tomó del brazo poniéndome de pie.
—Sígueme la corriente — susurró, audible solo para mí —. Oh, querida, ¿te encuentras bien?
Lo miré a él, entre confundida y avergonzada. El problema que me desconcentró, fue las luces de neón del cartel de al lado, alumbró sus ojos transformando el color de su iris en tonos rojos, azulea, verdes y morados. Por unos segundos no pude apartar la mirada, no sabía el color real de sus ojos, eran como un misterio sin descubrir. Debían ser...
El otro hombre carraspeó sacándome del trance y devolviéndome a la realidad. No dije nada, asentí con la cabeza abochornada.
—Que bueno que estés bien — se giró hacia aquel hombre —. ¿Ves, Henry? Por esta razón he venido. Para visitar a mi amiga Carmín — un sentimiento profundo se plasma en su rostro al llevar su mano al pecho.
Un sentimiento que no compartimos.
Levanté una ceja con incredulidad ante sus palabras y pude atisbar por el rabillo del ojo que su amigo trajeado — Henry — no se tragó el cuento.
Aún así, no es mi deseo dejarlo mal. He decidido ser buena y seguirle la corriente. Quién sabe en qué líos me estaré metiendo.
—¿Eso es cierto, señorita?
¿Señorita? ¡Nunca me habían llamado así!
Abrí la boca para responder pero al momento fui interrumpida.
—Claro que lo es — declaró él haciendo un gesto con la mano de indiferencia.
Henry se quedó plantado mirándonos de hito en hito. Finalmente, desistió.
—Bien, lo espero en el auto.
Y así, se marchó. Dejándonos solos. A mí y al chico que todavía sujetaba mi brazo. Me removí incómoda y me soltó. Me paré frente a él y, percibí el gran cambio en su mirada.
Inexpresiva.
No siquiera los colores del cartel de neón eran capaces de pintarle algo se vida. Fruncí el ceño, confundida. Esperé algo, una disculpa o un agradecimiento.
Que por supuesto, no llegó.
Por el contrario, registró su bolsillo trasero y sacó una billetera. Sacó cien dólares y me los entregó. Estaba perpleja. Aún no entendía nada de lo que estaba sucediendo.
—Por las molestias — dijo, y se dió la vuelta para marcharse.
¡¿Qué demonios...?!
—¡Oye! ¡Oye tú! ¡Yo no necesito tu dinero! — grité ganando su atención.
Se dió la vuelta para enfrentarme.
—¿Estás segura de eso? — preguntó con ironía.
Abrí la boca, ¡ni por mi orgullo!
—¡Claro que no! — me acerqué apresuradamente a él —. Unas gracias o unas disculpas hubieran sido suficiente.
Le lancé el billete a la cara, o lo intenté, porque a medio camino de chocar con su perfecto rostro (¡¿Yo dije perfecto?!), cayó endeble al suelo. Qué no se molestó en recoger, lógico.
Se encogió de hombros con las manos en los bolsillos.
—Si eso es lo que esperas, mejor acepta el dinero. Además, el dinero es vital para la vida. Tú eres mesera, deberías saberlo.
Sus aires de arrogancia me dejaban impactada.
Para mal, obviamente.
—Sí, soy mesera — dije con voz firme y clara —. Pero a mí no me importa qué tanto pueda comprar el dinero, la vida tiene dignidad y no puedes, simplemente ir por allí, pagando por la voluntad de la gente. Es mejor tener valores y ganarse el dinero como corresponde.
Él blanqueó los ojos.
—Bla, bla, bla. Acepta el dinero y ya, no seas orgullosa — me dió unas palmaditas en el hombro —. ¿O ahora vas a decirme que no te gusta el dinero?
—A mi no me gusta — tajé.
Alzó una ceja y rodó los ojos.
—Claro.
Se giró y se despidió con la mano.
—Hasta nunca.
No me dió tiempo de protestar, se subió al coche aparcado al frente y se marchó.
Estaba molesta, muy molesta. Pero si ese se podía dar el lujo de derrochar el dinero (porque de seguro se bañaba en una piscina llena de dinero), al menos yo, podía usarlo como se debía.




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