La vida en una canción [editando]

3

Segunda ronda de miserias y penas encubiertas.

Celeste

🍴

—Pequeña, no tenías por qué hacerlo...
Dijo papá por la línea.


—Claro que tenía. Además, no lo necesito, créeme, por este mes estoy de sobra — dije satisfecha con el teléfono en la oreja sujeto por mi hombro.


Sonreí al sostener en mi mano el billete de cien dólares y la bolsa con las compras. Me disponía a pagar. Aún y con toda la comida que había comprado, me sobraba. Tal vez, era buena idea comprar ropa interior. La mía ya estaba muy gastada. En mi interior solté un chillido mientras papá continuaba hablando de la manera de ahorrar a mamá y como yo la había imitado y de cómo hacían las compras ellos, en Venezuela.


—Tu madre te envía saludos y te da las gracias — seguía diciendo mi padre.


—¡Te quiero! — habló la aludida y sonreí.
—Y yo a ti mamá. No hay de qué, para eso me vine a trabajar acá, para ayudarles.


Estaba tan contenta que me frené en seco al ver las estanterías.
—Papá, mamá, los llamo en la noche — colgué cuando se despidieron y guardé el teléfono en mi abrigo.


Tomé el alimento enlatado. Hasta Feoso comería como rey esta quincena. Feoso es mi gato. Vale, no era el mejor nombre del mundo, incluso podría decirse que el gato me tenía rencor por el nombre con el que lo había bautizado. Pero lo cierto es, que yo nunca quise un gato. Nunca me gustaron los gatos. Y simplemente un día, él se apareció en mi ventana. 


Estaba lloviendo a cántaros y se me partió el corazón dejarlo allí fuera, congelándose. Era solo por una noche. Sin embargo, el gato no captó el mensaje, porque se quiso quedar el resto de su existencia. Maullaba y maullaba en la ventana hasta que lo dejaba entrar, ¡qué remedio!


Y en cuanto a lo de feo, había que ser sinceros, el gato es feo. Tiene el pelaje del color de la caca. Al menos, los pelos que le quedan, porque ya ni tiene. Tenía unos ojos enormes y negros y una cola desmechuzada y larga.
Todavía así, no podía abandonarlo. La vida le pertenecía a todo ser vivo, ¿quién era yo para decidir quién vivía o moría? Así que me lo quedé. Con el tiempo empezamos a llevarnos bien. Y a seguir las reglas, claro está. Por ejemplo: nada de entrar a mi cuarto, hacer la caca solo encima de la arena para gatos, si quería maullar a la medianoche que saliera por la ventana y que si se comía mi pollo le daría un azote con el rollo del periódico...
Sonreí y tomé dos latas. Iba a pagar cuando de pronto... Uhm, ese chico se me había familiar. Tenía el pelo castaño y liso, le daba un aire bastante fresco y varonil. Y ese porte... tan seguro y confiado. De pronto, como si presintiera mi mirada, se giró hacia mí y me miró.


¡Me cayó el veinte!


Era él... ¡El chico de anoche!


Apenas me vió, arrugó el entrecejo. ¡Me iba a reconocer! Y antes de poder pensar en algo coherente, mi mente cobró vida propia y trazó su plan. El plan que siguió obedientemente mi cuerpo descerebrado que solo sabía seguir órdenes.


Me agaché, ocultándose con los estantes.
Inmediatamente me golpee la frente y solté una regañina. ¡Qué estúpida!


Me asomé entre los estantes y pude verlo sonreír mientras se frotaba el mentón. Ya me había reconocido, este era mi final.


Estoy acabada.


Rápidamente tracé el plan B. Me retiré uno de los zarcillos y lo tiré al suelo. Luego fingí buscarlo.


—Oiga, ¿se encuentra bien? — un empleado había corrido en mi auxilio.
No sabía si eso era bueno o malo. No quería llamar la atención.


—Sí, sí — tomé el zarcillo entre mis dedos y me erguí levantando la mano en alto — ¡Lo encontré!


El chico, Florián, según la etiqueta de la camiseta, sonrió confuso e incómodo, y yo caminé contenta como si de verdad lo hubiera conseguido y me lo puse de camino a la caja.
Él estaba allí, de pie, con un brazo apoyado en el mostrador y una pierna cruzada detrás de la otra. Podía sentir su mirada taladrándome el cuello. ¡¿Qué más podía hacer?! ¡Tenía que pagar!


¿Te conozco? No, me parece que no.


Injurié en mis adentros cuando me fijé que tenía que pagar con Su dinero. En mi defensa, había caído al suelo. Una vez que el dinero cae en el suelo, pertenece a quien lo encuentra.


Bingo, buena excusa.


De soslayo miré su sonrisa divertida. Agh. Lo disfrutaba. Solo portaba un conjunto de ropa deportiva, pero hasta eso gritaba dinero. 

Arrugué la nariz.
Traté de centrarme en cualquier otra cosa; las uñas pintadas de rosa ligeramente escarapeladas de la cajera, el pitido análogo del escáner, el frío del aire acondicionado... era un extraño después de todo. No lo conocía. 


—Son cincuenta y dos dólares con cinco céntimos — dijo la chica más sonriente de lo normal.


Seguro que ella sí que lo conocía. Saqué el billete y se lo entregué sintiendo su mirada en todo lo que hacía. Ella me entregó el vuelto y me marché. Sin embargo, antes de salir por las puertas de vidrio que me salvarían de esta embarazosa situación, se atravesó en mi camino.


—¿Te conozco? — preguntó haciéndose el inocente.


Le seguí el juego.


—No, la verdad no — sonreí —. Qué tenga buen día.


—Espera, espera — no había avanzado ni dos pasos —. Siento como si yo te conociera, ¿segura que no nos hemos visto antes?


—Muy segura — aludí con rapidez. 
Él soltó una risotada.


—Eres muy divertida — dijo entre risas —. Eres una pésima mentirosa, ¿sabes? Eres muy, muy graciosa.


—Sí, cobro cinco dólares la hora por entretenerte — respondí con sarcasmo.


Me fijé en cómo sus ojos viajaron de mi cara a mis pies, y de regreso a rostro. Sonrió.
—Ahora, si me disculpas, me tengo que ir, tengo cosas qué hacer.




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