Una canción sobre amar para mi vida.
Elliot
🎸
Pondría en práctica mi plan. Porque... ¡había logrado que bailara conmigo! Nunca en mi vida había hecho esto por alguien, ¡Jamás! Y mírenme aquí... Iba a cantarle a una chica.
Ella me miró con recelo y yo le sonreí de vuelta. Me giré encaminándome al escenario. Pregunté a los chicos de la banda si podían tocar mi acompañamiento y al mirarlos asentir, me giré de nuevo hacia ella y le guiñé un ojo. Esto sería por ella, se lo merecía por sonreírme. ¡Me había ganado una de sus sonrisas! Era un gran logro, y por muy egoísta que me escuchara, quería más. Salté al escenario, tomé la guitarra y una de las sillas para situarme frente al micrófono. Me senté y empecé a ajustar la guitarra, no estaba afinada a la perfección como la mía pero podría trabajar holgado con esta.
Miré al público, Matt estaba de pie (y pasado de unos cuantos tragos) junto a Sofía — Qué no la había visto llegar —, Julie estaba junto a Jack — que recién llegaba —, Zara abrazaba a Roger, y por último frente a mí, me encontré y me perdí en la mirada esmeralda de la castaña. Sonreí al verla. Desigual. Debieron bautizarla por otro nombre, como Jade tal vez. Y sin embargo, el nombre “Celeste” le quedaba al primor. Mirarla era como ver una galaxia: tanta belleza, profundidad y misterio en ella para descubrir y admirar.
Ella... es inspiración.
Ella era música.
Y de allí..., de ella, nació mi voz. Cuando la conocí, una musa silenciosa surgió impulsándome para que escribiera esta nueva canción, ni siquiera la había trabajado bien como solía hacer con mis canciones, no estaba para nada perfecta. De hecho, era la primera vez que la cantaría en voz alta, por no estar, no estaba ni completa.
Igual, lo iba a dar todo.
Comencé a tocar y el acompañamiento me siguió las pisadas musicales. Dejé que fluyera, la arreglaría sobre la marcha. Al empezar a cantar, fui consciente de la cantidad de vídeocámaras y grabadoras filmándome, pero no me importó. Todo lo contrario, sonreí más. Había un sentimiento insondable, hondo de alegría. Me sentía contento, y usé eso.
Quería, no, necesitaba que mi canción le llegara, así como me llegaba a mí. Todavía era incapaz de comprender cómo resultaba eso que la gente llama amor. No estaba ni remotamente seguro de que, lo que yo sentía por Celeste, era amor. Pero necesitaba comprender y comprobar qué sucedía si le daba una oportunidad. Y, dejando a un lado los engaños, tenía miedo. Tenía miedo de esas sombras que me perseguían, de los fantasmas del abandono de mi madre, de que ella fuera igual a las demás, con todo eso, aún había algo en mi interior que me gritaba que ella no era así. A ella no le interesaba el dinero y realmente, quería conocer más de ella. Quería saberlo todo... Porqué estaba aquí, que cosas le gustan y quería que mi padre y Vicki la conocieran. Una sonrisa involuntaria surgió mientras cantaba y la miré. Tenía los ojos cerrados y las manos entrelazadas al nivel de su busto, sus caderas y el resto de su cuerpo se balanceaba al compás de mí música.
Esta noche se veía preciosa con el cabello suelto y esas botas. Era la viva imagen de la música country.
Expresión y resolución.
Terminé de cantar las últimas notas mirándola. Nuestros ojos se conectaron, zafiro y esmeralda.
Verde y azul.
La miré con deleite rasgando las cuerdas con una sonrisa épica y ella me la devolvió, mi corazón se agitó en mi pecho.
Verla sonriendo se estaba volviendo mi hábito favorito.
Una gran ronda de aplausos irrumpió y me levanté del asiento dejando paso a un hombre con barba que entonaría la siguiente canción. Bajé del escenario y me apresuré a llegar donde ella. Algunas personas se acercaron para pedirme autógrafos y con un indulto amigable los rechacé. Atravesé todo muro sobre la costa hasta estar frente a ella. Y, en ese momento, aprendí lo que se sentía estar enamorado. Porque cuando la ví, supe que era preciosa. Cuando hablé con ella, entendí que era apasionada. Y ahora frente a mí, deduje que, si la dejo ir, sería el hombre más infeliz.
Mentí.
Dije que nunca había visitado a mi mamá, pero era una vil mentira. Sí la visité. Lo recuerdo, y es una punzante herida abierta.
Aferré mi bolso y miré a Julie, me sonrió al pasar frente a mí. Tenía clase de castellano.
—¡Nos vemos en la salida! — gritó.
—¿Quién dijo eso? — se volteó una profesora molesta echando humos por las orejas — ¿Fuiste tú?
Julie con su carita angelical, sonrió y asintió con coquetería. Sonreí, nunca iba a aprender.
—Bien, está castigada.
—Pero...
—Sin peros, aquí se viene a estudiar, no a agendar citas.
“Y menos con ese huérfano” murmuró alguien. Julie soltó una grosería que me hizo agrandar los ojos. Ella me miró encogiéndose de hombros mientras la profesora parecía sufrir un pasmo.
—¡Iré a tu casa después! — gritó está vez haciendo bufar a la profesora.
Reí mirándola marcharse. Mi profesor de deporte no pudo asistir hoy y el de música me había dejado tareas, por lo que salía temprano de clases. Y se me ocurrió una macabra idea. Los chicos se burlaban de mí y de mí música. Se reían de mi “atuendo de huérfano vagabundo” por mis suelas rotas y vaqueros desgastados. Lo que ellos pensaran no me importaba una zanahoria, era la curiosidad por ver a mi madre lo que crecía cada vez más. Así que fui a verla en vez de ir directo a casa.
Fue un error.
Yo había conseguido la dirección de su nueva casa con la vecina Murray, ergo que mantenían el contacto. Mi madre se había casado con un empresario rico. Su vida era de lujos, lo que ella siempre quiso.
Husmeé por la ventana. Mamá no se veía triste ni infeliz, sino muy contenta y alegre. Por un momento me sentí bien, ella era más bonita de lo que recordaba. Cómo papá me dijo alguna vez: todos debemos buscar nuestra felicidad.
¿A qué costo?
Sus palabras no sirvieron de nada... Fui atravesado por una bala de alto calibre y terriblemente mortal. El vestido cómodo que llevaba no me había permitido ver el bulto que tenía en su vientre y al que acariciaba con la mayor de las ternuras. Albergaba allí una vida, un niño al que cuidaría como no me cuidó a mí. Una niña bajó corriendo de las escaleras y le hizo mimos a la barriga junto a un niño que era contemporáneo de edad. Una segunda flecha envenenada. Aparentemente, mamá también poseía la abnegación suficiente para cuidar a hijos que no eran suyos. Que no eran de su sangre... como yo.
Sin darme cuenta, chorros de lágrimas se desbordaban de mis ojos. Me sentía herido y traicionado de la peor forma posible. Un dolor inigualable. La presión que tenía instalada en el pecho, me apretaba y me dejaba sin aire en los pulmones. Levanté mi mano y con toda mi fuerza golpeé la pared.
El segundo error.
Capturé la atención de todos. Me di a la fuga cuando escuché que se acercaban a la puerta. Escuché su voz gritando improperios junto con palabras como “mechero”, “muerto de hambre” y... “sin hogar”. Escuchar que me llamaba así sin saber que yo era su hijo no menguaba el dolor. Lo aumentaba.