La vida en una canción [editando]

17


Érase una vez en una cita y había un gigante conejo rosa...
Celeste
🍴

     Lo esperaba en el sitio acordado cuando un enorme conejo rosa se situó a mi lado. Bueno, era un disfraz de un conejo rosa. Algo insólito y lindo. Porque se posó frente a mí para hacerme morisqueta, tenía la cabeza ladeada, un brazo cruzado y el otro apoyado por el codo sujetándose el mentón. Miré a mi alrededor, podía percibir el ambiente paradójico de la ciudad. La gente sabía que Elliot estaba aquí, y supuse que no sería fácil salir con él. Hice una mueca, esperaba que tuviera una increíble idea. El conejo rosa alzó su mano y me mostró su pulgar en un gesto de aprobación. Sonreí divertida.


¡Estos malabaristas tenían un genio para ganarse la vida y sacarte una sonrisa!
Empezó a bailar de forma graciosa y con las manos hizo un corazón que meneaba de un lado a otro. Luego habló en señas que comprendí así: tú+yo+amor+por favor. Esto último lo hizo juntando las manos en señal de súplica. Negué con la cabeza juguetona.


—Lo siento, ya me gusta alguien más — no era tan cierto en todo el sentido de la palabra “gustar”, pero prefería decírselo así para que no tomara más licencias.


Anoche, en el bar, todo sucedió tan rápido. La canción... toda la letra gritaba: ¡Celeste, óyeme! Y no pude resistirme u oponerme al sentimiento que me invadió como una ola. Sé que existen muchas cosas a considerar antes de entrar en una relación seria, pero es que cuando se detuvo frente a mí, con esos ojazos de un azul líquido, la sonrisa más resplandeciente que jamás haya visto, las mejillas sonrojadas y un efluvio radioactivo que me consumió al instante... Fue complejo y arduo rechazarlo. Porque una parte de mí decía: ¡Hazlo tonta! ¡Date la oportunidad de amar!


Suspiré intentando mantener todos mis sentimientos y emociones a raya.
Revisé el bolso buscando mi teléfono para mirar la hora, al encender la pantalla, lo primero que observé fue un mensaje de Elliot enviado hace un par de minutos. Decía que ya venía en camino. Sin percatarme de que el humanoide de felpa se había inclinado sobre mí mostrando un poco la piel de su cuello al levantarse el antifaz y susurrar en mi oído. 


—Me alegra saber que te gusto — cuchicheó.
Y el alma huyó de mi cuerpo.


¡Santo Dios! ¡Era él!


—¿Mucho o muy poquito? — preguntó suave y con voz ronca.


—¡Poquito! — casi grité acelerada y acorralada, su risa se escuchó estrangulada a través del disfraz.


—Mentirosa — musitó.


Previo a mis intentos de alegar algo en mi defensa, porque estaba rojísima de la vergüenza, me tomó de la muñeca y me arrastró con él. Estábamos corriendo por la calle, esquivando a las personas que se cruzaban en nuestro camino, tenía un humor tan florido que me fue imposible no reír. Se frenó de golpe frente a una tienda haciendo que mi nariz se estampara en su espalda. Me froté la nariz dolorida, se giró y me encaró.


—Espera aquí un momento.


Entró en la tienda y se tardó más de lo que le gustaría reconocer, al salir traía una preciosa bolsa aferrada en la mano. Con la máscara cubriendo su cara no podía ver su socarrona sonrisa, pero sabía que estaba allí. Levantó la bolsa sobre mi cabeza agitándola en el aire, me tomó de nuevo por la muñeca.


—¿Estás lista?
No esperó a que respondiera cuando ya nos abríamos paso corriendo y zigzagueando entre la multitud. 


Me tiré en el banco exhausta por la carrera. Estábamos en un hermoso parque que parecía bastante tranquilo. Había hojas desprendidas de los árboles dando un ambiente otoñal muy sosegado y pacífico. Escuché a Elliot carraspear y me giré para verlo. Zarandeaba la bolsita que había comprado en la tienda en mi dirección sin mirarme. Se zafó la cabeza de conejo y se revolvió el pelo con la mano todavía extendida. Me había quedado mirándolo. Cuando volteó a verme, quedó anonadado. 

Acto seguido, ¡yo estaba anonadada! El cabello castaño estaba pegado a su frente por el sudor y a la vez alborotado por el disfraz, sus mejillas estaban incendiadas en rojo por el esfuerzo que conlleva llevar puesta esa cosa y mantenía una sonrisa de medio lado muy tierna. Elliot alzó una ceja y su sonrisa pilluela se agrandó. Era tan presumido. Sin proponérmelo, sonrío y niego con la cabeza. Es tan tonto.


—Ya tómalo — me reprendió.
Miré lo que había adentro, wow, qué sorpresa... ricas donas con glaseados.


Me sentí un pelín insegura, como si me estuviera exigiendo mucho yo misma, como si no pudiera avanzar tan deprisa. Y sobre todo, me sentí indefensa, como si fuera Elliot quién estuviera ganando y yo no sabía a ciencia cierta sus intenciones. Había visto sus vídeos (en secreto), algunas de sus entrevistas y presentaciones y era hombre de muchas mujeres. Así que por más que no quisiera, me invadía el miedo. No me sentía capaz de aceptarle esto, parecía algo demasiado importante. El decorativo de corazones, el color rojo, los lazitos y los “i love you” pequeños me sofocaron. Recuerdo la primera vez que lo ví y su instinto de comprar a la gente con dinero.
—¿Y esto? ¿Por qué es?


—Por amistad — murmuró escuetamente.


Sonreí. Entonces no le importaría. Miré hacia un lado donde, sentada en una de las banquetas, estaba una señora mayor solitaria. Caminé hacia ella y agachándome a su nivel, le entregué la bolsita repleta de deliciosas donas. Su carita se iluminó mostrándome todas las rayitas de su arrugada y envejecida piel, sonrió con gusto y más animada.


—Es para usted, el chico buen mozo de allá — expliqué señalando a Elliot — se lo ha enviado.


—Gracias niña... ¡Gracias jovencito! — gritó hacia Elliot quién saludó con una mano.
Me despedí y pude ver sus ojitos cristalizarse mientras apretaba la bolsita. Elliot me miraba desconcertado cuando llegué a nuestra banqueta.




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