No estoy yendo a través de los mejores momentos de mi vida. He trasnochado y ya son las seis de la mañana. Me serví café a las tres de la madrugada y escribí aquel primer capítulo hasta que amaneció. Totalmente nervioso y agitado salí con mi ropa casual a dar un paseo, mientras caían figuritas de nieve en mi recorrido. Lo que inició como una vuelta a mi vecindario terminó en una jornada de horas y kilómetros a través de los bordes de la ciudad. Ahora estoy en una plaza por un horizonte del sureste, cerca de una antigua industria de cervezas, por las afueras de Vilna.
La gente a esta hora suele caminar sin ver quién va por sus alrededores. Rara vez escuchas a alguno de ellos hablar. Son esas personas extrañas que recorren los parques mientras todos están en sus escuelas o trabajos. También suelo venir de vez en cuando, si en mi día libre solo tengo ganas de respirar aire fresco. La brisa sabe a nostalgia y hielo. Estas personas, solitarias y vagabundas, a veces terminan teniendo más historias en sus cabezas que días de vida.
No creo que nada jamás pueda mejorar mi estado de ánimo. No creo que haya nada en el mundo capaz de hacerme feliz. No creo que haya motivos para mirar arriba más que para retener las lágrimas. En la mañana tuve un dolor agudo en el pecho. Lo pude sentir quemar segundo a segundo. Las fibras de mi ser se contrajeron, no conseguía respirar; hasta que, como por arte de magia, solté un pequeño grito y recuperé el aire. Me arrodillé en el suelo y golpeé con mi frente el piso. Estuve en esa posición durante media hora. Mi pecho dolía, al igual que mis brazos, y me costaba mantener estable la respiración. Mi tiempo corre y no estoy haciendo nada conmigo mismo.
En este mundo siempre hace frío, aunque ya estemos entrando en primavera. Me hago pequeño entre mis abrigos y ando con la cabeza gacha; sin mirar a nadie. Olvidándolos a todos. Mañana hay escuela otra vez: cuatro días seguidos de miseria, salones de contención con papeles de tortura. Mis maestros van a atormentarme con sus voces apáticas y los demás alumnos romperán las barreras de mi paciencia, la psicóloga me perseguirá como si fuera un premio de un millón de dólares y el tiempo ralentizará su deslizar en monotonía e indolencia. Me preguntaré qué hago en ese lugar si nunca conseguiré un empleo, no me graduaré, no estudiaré la universidad. Planeo hacer de La Villa de la Desesperación un viaje corto, prácticamente un parpadeo, para morir como la luz de un relámpago en aquel último anochecer de este universo extraño, habiendo dejado una chispa en cierta nebulosa que brillará por siempre.
Son las seis y media de la mañana, lo veo en el reloj del parque; enorme y redondo sobre una farola que ha de residir polillas durante las noches. El horario escolar aún no comienza para Laura; transcurre desde las ocho horas hasta las diecisiete horas. Desearía ya no ser una carga para ella, desearía no pesar en sus hombros; porque con el tiempo la voy a desestabilizar. Si hoy no volviera a casa todo sería mejor. Que, a las nueve de la mañana, un lunes normal, mi vida se desvaneciera en el aire. Ojalá fuese así de valiente. Quisiera poder convertirme en polvo con un chasquido. Que nadie, en ninguna parte del mundo, me recuerde.
Mi camino y mi soliloquio se frustran delante de una parada de autobuses. Algún día, quizá antes de morir, como un perro enfermo, huya de aquí con el dinero suficiente en mis bolsillos para unos cuantos tramos en autobús; muriendo en mi propia soledad, dejándoles con la teatral incógnita de qué habrá sido de mí. Solo sabrían que no iba a regresar. Decido esperar hasta que llega el tercer transporte de la mañana, el cual sigue al de las ocho y al de las siete; lógicamente.
Cuando este llega me gustaría alzarme y subirme junto a unos ancianos al escape definitivo; pero no lo hago, porque sé que no es lo que me corresponde a mí; sé que no es lo correcto. "¿Y si nunca más tengo la oportunidad?", me pregunto al tiempo en el que mis pies quieren levantarse y correr hasta perderse en las afueras. Una multitud pequeña baja del autobús. De repente, algo capta mi atención: una niña pequeña, que va junto a un chico mayor. Mi corazón se detiene.
Rasgo con mis uñas encima de la tela de mi pantalón con fuerza. No pasa el oxígeno. Golpeo en mi pecho dos veces. De pronto, en el tercer golpe, mi garganta se abre y mi corazón retoma el ritmo. Me inclino sobre el respaldo de la banca pública. A veces pienso que Las Montañas del Miedo no están tan lejos como pensaba; se alzan frente a mí como un aterrador gigante cada vez que me debilito en pánico. Esa niña es Rosemary y el chico soy yo.
Atraje varias miradas; pero las ignoro todas y me encamino detrás de ellos dos, que no han detenido su ruta y parece que van con prisa. Los sigo por un lateral del sendero, entre el follaje de los árboles y el silencio. Debió de ser ese mi último cabestrillo de contención: el ataque de locura definitivo antes del momento adecuado, cuando la oscuridad y la luz mezclaron sus cuerpos en el epítome de mi apocalipsis personal. Dan una vuelta en una bifurcación y salgo de mi escondite para seguirlos con sigilo.
Arde mi cuerpo y siento el sudor deslizarse a través de mi rostro. Hasta siento envidia por la manera en la que se toman de las manos; aunque sea forzadamente. En el fondo, quisiera tener alguna mano que sostener junto a la mía. Cuando ellos aceleran aún más el paso, sigo su ritmo. A nuestra derecha hay un lago y una pendiente inclinada. Me pregunto qué tan profundo será aquel estanque. Una caída podría ser dolorosa, una mano que te aplaste la cabeza sería tu final. No hay protección alguna para evitar caídas accidentales.