La Villa de la Desesperación

Capítulo 4

Llegué sin realizar comentarios y evadí cada pregunta. Por suerte, entre los argumentos entre Linas y Vilius y las pausas para abrir cervezas entre los chicos, excepto Laura y Janina, la mudanza se ha tardado. Hice mis maletas y ayudé a subir cosas a la camioneta del padre de Aleksas. Tan pronto como sentí haber hecho lo suficiente, corrí a decirle a Laura que volvería en un segundo, solo para que no me quisiera buscar.

Evado sus preguntas diciéndole que tengo que ir a despedirme de la naturaleza. Ella me argumenta que solo estaremos a unos cuantos kilómetros más hacia el sur —por una zona semiindustrial a través de la brecha de ninguna parte—. Se lo pido por favor y ella, suspirando con consternación, dice que está bien, recurriendo a una voz sumamente cansada.

Salgo de casa y, ya desde lejos, noto como se arranca nuestra pobre vida en la cima de una camioneta roja sin luces. Suspiro con resignación y aparto la mirada. Me hundo por el sur en uno de los boscajes que rodean Vilna con mi mochila a hombros, mi celular en el bolsillo derecho y solo unos cuantos euros en el izquierdo.

Nunca hemos vivido en los interiores de la ciudad, sino en las afueras. La nueva casa está tan profunda en el olvido de la cuidad que casi ni se podría decir que vivamos en ella. Hace días tuve la oportunidad de visitarla. El seguro de papá alcanzó para la renta de una buena casa, se nota; pero igual permanece abandonada entre la desolación poblacional. Nadie quiere vivir entre la soledad. La casa tenía un invernadero y bastantes plantas sin frutos y sin buenas intenciones de darlos en un futuro próximo; sin embargo, eso podría ser una nueva motivación para mi madre. La casa entera parece un centro psiquiátrico para ella. Al final del día, ella la pagó, legalmente. Las paredes son blancas y límpidas, así como los sueños fervientes de la metarrealidad; sin embargo, se sienten tan vacías como un corazón desesperanzado.

Camino por el bosque, mi sitio para escaparme. Urdo la manera de disfrutar este silencio cada vez que vengo. Es como mi salvación; aquí me siento un pequeño inocente otra vez. Camino entre las coníferas, abedules y alisos, sin dejarme asustar por como el sol escapa detrás de mí. Las hojas de los árboles, que cayeron en otoño, van renaciendo conforme pasan los días, recorriendo los finales de marzo. Acelero el paso para llegar a mi objetivo antes de que la noche me abrace. Me equipé de un grueso abrigo sin importarme nada, ni siquiera sé si estoy combinando o lo que sea. Mi corazón late con fuerza apenas pienso en si ella habrá querido escapar. Le dejé unos divertidos juegos de mesa y una vieja muñeca de Laura, porque no me atreví a tomar nada de Rose.

En una bodega de paredes oxidadas y sin ventanas están mis mayores secretos. No me siento orgulloso de que uno de ellos sea un crimen. Sé que cada segundo conservando a la niña será otra eternidad más en prisión, o en el conservatorio, o lo que sea. Pero, simplemente, ya no tengo vuelta atrás. Debo quedarme con ella.

No sé si Rūta estará enterada de que dejé la llave dentro del cerrojo. Mi intención es no tenerla en contra de su voluntad, del todo. Supongo que aún piensa que soy un conocido de su hermano y que puede confiar en mí. Realmente, soy de confiar. Jamás le haría daño. Pero me asusta que la incertidumbre y la ausencia de su familia sean las que dañen su mente y su corazón. No quiero dañarle su corazón.

Doblo la manecilla y empujo la puerta, con el corazón bombardeándome tan rápido. La luz me golpea de inmediato, contrastando con la horrible oscuridad que va invadiendo el exterior. No la veo. La presión de mi mundo incrementa y llena mis ojos de lágrimas. Trago saliva y agacho la mirada. Los juegos de mesa están desperdigados a lo largo del suelo de la bodega, las fichas y las tarjetas de desafíos hacen un desorden que tendré que limpiar. Con delicadeza cierro la puerta, retiro las llaves del cerrojo y me lamento por ser tan ingenuo. Piso entre cajas de herramientas, cuadros expulsados de la memoria de mamá, ropa en desuso y antiguos libros de medicina de papá. En el fondo hay una mesa de trabajo que utilizo como escritorio. Dentro de una caja marrón oscuro, que sé que nadie iba a abrir, están todos mis libros, incluyendo los dos primeros capítulos de La Villa de la Desesperación.

Sin cuidado aviento mis manuscritos sobre el escritorio y, desganado, jalo la silla. Mi alma se contorsiona apenas realizo en la figura de una niña envuelta en trapos debajo de la mesa, mangoneando la muñeca de Laura sin mucho interés. Suelto las lágrimas que había acumulado, pero ahora con dicha y candor. Me carcajeo de mi propia ingenuidad, de nuevo; aunque, ahora de un modo feliz. Me arrodillo hasta su tamaño y ella me observa.

—¿Cómo has estado?, ¿te aburriste? —inquiero con el tono más cálido que tengo.

Rūta se encoje de hombros, indiferente. Su reticencia me quema.

—¿Qué pasa, Rita? ¿No quieres hablar conmigo? ¿Me odias?

Me arrepiento, moviendo la cabeza en negación. Suspiro e intento relajarme. No sé por qué dejé que la euforia se apoderara de mí. Es solo una niña, debe estar cansada o aburrida.

—¿También se fue Audra con él? —suelta de a bocajarro.

Me sonrojo y tartamudeo. La novia de Antanas podría buscar a Rūta y encontrarla, todo si yo no tengo cuidado. Dejando de lado a una inofensiva chica, me asusta la policía. Si me ubicasen y me acusasen, teniendo evidencia, no me quedaría nada más que acceder al plan b: cortarme la garganta.

—Sí, lo está. Prometió entregarte cartas con regularidad —. Miento, confiando en mi capacidad de redactar ficción—, no asegura ninguna fecha de retorno. Lo siento, es que sus... asuntos... en Estonia... son complicados.




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