La escuela nunca ha sido sencilla, no para mí. Siento que los conceptos no entran dentro de mi cabeza; es como si las palabras volaran cerca de mí para estallar fuera de mis oídos, sin dejar pizca de conocimiento en mi cerebro. ¿Es que las clases duran toda una vida? Eso parece. No tuve ideas para comenzar el episodio tres de La Villa de la Desesperación. Siento que algo falta, siento que necesito algo más. Solo he podido pensar en Rūta y en Audra; ¿quién es ella? ¿Qué si ya mismo ha tenido el valor de reportarlos a ellos como desaparecidos ante las autoridades que la hostigaban? Espero que no.
Ahora que Antanas forma parte de mi historia siento una necesidad de saber más de la situación. Me sentiría peor si tuvieran familia que los buscase, porque eso implicaría hermanos, abuelos o padres desolados; en cambio, una simple chica sin apego familiar no me rompe tanto el corazón.
Trato de centrar mi atención en las burbujas de aprendizaje que suelta la señorita Šimkus, pero estas se revientan deprisa entre su boca y mi cerebro. Palabras y palabras van atropellándose entre sí, la carretera está llena de vocablos imposibles de Química. No sé qué hace una cosa con la otra, pero no quiero preguntar porque no sé ni siquiera qué debería saber. Solo quisiera pararme y gritarle a la maestra que ralentice todo. Que vuelva a explicarlo todo, sin tantas palabras raras.
—Bien, niños, espero que hayan puesto atención, ¡porque todo vendrá en el examen!
Cruzo mis brazos sobre mi pupitre, hundo mi cabeza y suspiro largamente. Solo faltan tres horas para irme a casa; eso significa desviarme hacia el bosque y tener más tiempo para escribir en la bodega que papá dejó desolada. Si pienso lo suficiente, quizá llegue a conectar con mi historia y terminarla pronto. Así mi vida llegaría a su límite.
La maestra anuncia que saldrá del salón durante diez minutos por motivos de dirección académica. Así lo hace y los alumnos a mi derecha se ponen de pie para correr en busca de sus amigos. Queda esa fila desierta. Yo solo me relajo en mi lugar, apoyando el mentón de tal manera que puedo ver toda la masa despreocupada de mis compañeros de aula, desperdigándose como una ola de uniformes haciendo enredaderas. ¿Cómo es que tienen energía todo el tiempo? Pareciera que toda la gente fuera robótica, siempre en el mismo estado de ánimo; no cayendo y escalando con tanta regularidad que asusta y desanima.
Hoy vuelvo a estar tan cansado; pero no me duele hasta respirar, así que no estoy tan perdido. Me sorprende ver a una figura caminando en dirección contraria a las personas que se alejan de mí. Distingo rápidamente que se trata de Alana, una chica medio irlandesa que no es mi amiga. Aunque supongo que no opongo resistencia a hablarle. Su cabello castaño rojizo cae hasta sus hombros, cubiertos por una chamarra de mezclilla y algodón en el interior. Su labial es del color de las cerezas, en juego con las franjas dibujadas en las faldas del uniforme. Camina sin mucha gracia, porque es rápida para empezar a hablar y expresarse. Arroja sobre mi pupitre tres imágenes reveladas de animales.
—Ese es un gamo, ese es un alce y esa en un águila.
Para ser tan bonita, no es nada sofisticada. Creo que me escupió. Alzo la mirada hacia ella y entablo contacto visual con sus vibrantes ojos verdes; en contraste con los míos: castaños, pero oscuros como un pozo infinito. Ella siempre huele a fresas.
—¿Qué piensas? ¿Quedaron lindas?
Dibujo una sonrisa y asiento. Supongo que están bien. Alana trata de ser fotógrafa; pero, realmente, lo que quiere lograr está en los documentales de biodiversidad en televisión. Le gusta la naturaleza y los documentales biológicos. No sé cuál sea su propósito aquí... conmigo.
—Supongo...
—Fue difícil conseguirlas. Salí con mi hermano y estuvimos afuera por muchísimas horas, sin poder ver nada relevante. Finalmente, por suerte, encontramos un claro lleno de pastizal donde comía una amplia familia de gamos inofensivos. Tomamos varias fotos y, de repente, apenas alcé la mirada, pude ver, en la cima de un gran árbol sin hojas, a un águila moteada divisando su territorio. Primero pensé que se quería comer a los preciosos gamos, porque son tan pequeños, pero mi hermano me dijo que ellos no están en la dieta del águila moteada; entonces me tranquilicé mucho.
Me encuentro a mí mismo poniéndole atención metódica a la anécdota de Alana. En verdad, creo que las fotos sí son bonitas.
—¿Tu hermano es biólogo o algo así?
—En la escuela le han enseñado varias cosas acerca de la fauna local, ya han hecho varios trabajos en los bosques y humedales de Vilna. Como está ya en el último año de bachillerato, tiene muchos conocimientos específicos de todo.
—Apuesto a que sí. Aunque, Alana, ¿por qué me vienes a contar todo esto a mí? —cuestiono, intentando no ser grosero.
Ella se ríe y encoje de hombros.
—Es que yo no soy buena con las palabras, ¿sabes? ¡Mi pecado es ser tan literal! Y ya que somos amigos, por lo menos yo te considero como tal —explica después de ver la expresión de sorpresa en mi semblante. Ladea el rostro, regalándome una sonrisa amistosa, y continúa—, tal vez podrías asesorarme con mi guion para un documental sobre la fauna local. El club de biología te debería el alma.
—Pero, Alana, ¿por qué asumes que soy bueno con las palabras?
La miro fijamente y ella se ríe como lo hacen las chicas. Trago saliva, aterrado. Siento que mi piel empieza a arder. He escrito cosas en la escuela; siempre lo hago, escondido entre mis brazos sobre mi pupitre mientras el maestro habla, pero jamás me ha leído nadie. Todo el mundo se silencia y solamente entra la voz de ella en mis oídos, reventando como gigantescas burbujas de miedo.