La Villa de la Desesperación

Capítulo 7

Son las cinco de la mañana. El viento me taclea con fuerza y cada una de mis pisadas se hunde profundamente; es difícil avanzar. La temperatura es de doce grados bajo cero y salí sin protección decente, hasta los vellos de mis brazos se congelan. Estoy seguro de que conseguiré algún resfriado; pero corro el riesgo de que se pregunten dónde estuve durante la noche, así que debo de llegar a mi casa antes de que Laura despierte.

Sigo decepcionado de ella. No me interesa lo que piense; sin embargo, si averigua algo de mis huidas por el bosque, un asesinato y un secuestro no son cosas de las que quiera hacerla partícipe. Tengo miedo de que la policía dé con mi rastro en cualquier momento. Creo haber deshecho el cuerpo demasiado bien; lo quemé y luego lo arrojé a La Caída Infinita: un precipicio eterno de nombre tan popular; son kilómetros de desplome. Me repito y me repito que era lo que debía hacer; si no, Antanas y Audra no iban a ser capaces de conservar a Rūta, ella iba a ir a un orfanato yo habría quedado abandonado. Es obvio que ella es una niña especial; no ha lamentado ni por un segundo la ausencia de su no ha soltado esa rara muñeca, no ha salido de la bodega pese al tiempo que la puerta ha permanecido sin cerradura y no se ha levantado del suelo en días. En cambio, se le ve feliz.

No sé qué busco conseguir con ella allí. No lo sé. No lo sé. No lo sé. Quizás, cuando todo esto se acabe, ella sea mi medalla de oro, para sentir que fui un salvador en una estancia de mi vida. Porque no fui un salvador antes, el que nuestro mundo necesitaba; aquel osado sirviente del honor, miembro de una familia que ya se está cayendo a pedazos. El fuego de mi mente me consume; a veces quiere derretir mi cerebro, a veces quiere apagar mis ojos.

Estamos en las últimas nevadas de la temporada. Estamos a punto de retomar la primavera y yo estoy por caer enfermo justo ahora. Acelero el paso, tanto como me es posible arrastrando mis pies sobre la nieve, hasta que estoy cerca de la nueva casa. Me es difícil acostumbrarme; a pesar de que los colores blanco y marrón también estuvieran en nuestro antiguo hogar.

Tuerzo en la última calle y ya estoy cruzando por el umbral hasta la entrada. No toco a la puerta, simplemente abro y paso; pero, para mi infortunio, no estoy solo. Una figura oscurecida por la ausencia de luces se desliza a través de la cocina, abriendo y cerrando cajones, sacudiendo de lado a lado un cuchillo que sostiene con su mano derecha. Me adhiero contra las paredes recién pintadas y lo lamento al instante; ahora mi cabello está húmedo y mi camiseta completamente arruinada. La sombra escuchó mi berrinche, ahora se voltea a verme y exclama una maldición. El filo del cuchillo brilla en la oscuridad, igualmente lo hace el cristal del frasco de mermelada que sostiene con su mano izquierda. Apenas escuché su voz distinguí que no se trataba de nadie más que de mi madre. Es la primera vez que nos vamos a ver obligados a interactuar desde que ellos dos murieron, ignorando torpes interacciones obligatorias o necedades de mi parte buscando atención. Desde que aquello pasó y la depresión la estrujó como un juguete dañado; ella no me da atención, hasta siento que me evade.

Logro dar con el interruptor de la luz con mi mano izquierda y el lugar se ilumina de norte a sur. El brillo es cálido, un poco amarillento. Este se refleja en los ojos azules de esa criminal, idénticos a los de Laura. Mi madre intercala la mirada desde mí, hacia la bolsa de pan tostado sobre la mesa, hacia sus armas blancas en las manos, hacia las ventanas oscurecidas por el temprano amanecer, hasta llegar a mí de nuevo.

La escena es incómoda, nadie habla. Para intentar arreglarlo ella se ríe, como siempre.

—Bueno, me atrapaste. Tengo antojos nocturnos —. Se carcajea y toma la bolsa de pan junto al cuchillo, lista para retirarse tan rápido como sea posible a su habitación. Su cabello entre negro y gris vuela junto a su impulso de irse; sin embargo, la detengo con una exclamación. Ella se detiene como un ave robada al vuelo.

—Parece que viste un demonio, . —ironizo, sin expresar que sé que se hartará de mermelada para no desayunar con nosotros.

—Ah ¿sí? —vuelve a reír con nerviosismo— Milán, qué cosas dices. Yo solo... tengo sueño... Mañana... tengo mucho que pintar.

Ignoro que ella no ha pintado nada desde que su hija y su marido se perdieron entre aquella niebla demasiado densa. Simplemente suspiro y cambio de tema, intentando no ser muy grosero.

—¿Cómo vamos de dinero? Laura se está graduando y no has asistido a ninguna tertulia de esas, ¿cuál es tu plan? —pregunto con clara intención de señalar que seguimos siendo menores de edad y que necesitamos representantes legales, además necesito saber si el dinero es tanto como Laura en su infinito positivismo me hace creer.

—Ay, Milán, no te preocupes por eso. Déjamelo a mí —. Se ríe y, de abrupto, apenas una duda se le mete en la mente, frunce el ceño y cuestiona—. Por cierto, ¿qué hacías afuera a las cinco de la madrugada?

—Te entró una duda...

—Perdón, hijo, sabes que mi mente ha estado muy perdida últimamente.

Suspiro y formalizo la respuesta que había planeado desde hace horas.

—Tuve una pequeña pelea con Laura, entonces fui a casa de Giedrius. Tiene una PlayStation.

Y, ya que ella ni siquiera sabe que no tengo amigos, me regala una sonrisa cálida. Se ríe y, antes de irse, me suelta las buenas noches. El hule de la planta de sus pantuflas rosas extra suavizadas rechina, hasta que se abre la puerta de su recámara y entra para no volver a salir, hasta que el camino esté despejado de niños.



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En el texto hay: crimen, asesinato, madurez

Editado: 26.07.2025

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