Las vendas en mis piernas me han estado molestando todo el día durante las clases, ni siquiera los pants deportivos consiguen evitar la fricción por completo. No quiero que nadie se dé cuenta de mi condición, así que he intentado actuar igual de insignificante que siempre y curé yo mismo mis quemaduras. Asesiné las primeras horas de escuela escribiendo en mi libreta el episodio cuatro de La Villa de la Desesperación. Tuve un arranque de abundancia creativa gracias a mi accidente y ahora todo marcha bien. Estoy preparándome mentalmente para la continuación.
Efectivamente, estoy enfermo, o por lo menos me siento en la brecha de tener un incendio corporal y de vomitar mi alma con fuego. Tampoco puedo dejar de estornudar, mi nariz está muy roja. El salón apesta a químicos el día de hoy; en la clase de química, unos imbéciles tiraron sus matraces mientras jugaban. El olor de los experimentos era tan fuerte que conseguí oler a la perfección a pesar de mi resfriado letal. Me permito sonreír, ya que por fin sumo una victoria; aunque al instante fricciono mi muslo contra el borde del asiento y me arrepiento.
Suena la campana y todos los alumnos nos dirigimos al comedor. Siempre intento evitar a Laura en este momento del día, pero ahora me resulta indispensable hacerlo. No quiero que sepa de mi malestar ni de mi desmayo en la ducha por poco —nulo— sueño. Si se preocupa por mí es el fin, ya no me dejará en paz y va a querer saberlo todo. Jamás me permitirá tener libertad de nuevo.
Vigilo a mi hermana desde detrás de un casillero, como un horrible y sucio acosador; solo que mi intención es alejarme de ella tanto como sea posible. Laura, Aleksas, Janina, Saulė y Lukas van hacia el oeste de la cafetería, por lo que yo me encamino hacia el este; justo detrás de la mesa más ruidosa y aglomerada del lugar: la mesa del equipo de baloncesto.
Desayuno lo mismo de todos los días: un emparedado de salchicha con lechuga, que vende un hombre por las mañanas afuera de la escuela, y caramelos de café, para la energía. Amo el café; es mejor que cualquier droga, porque me abre la mente sin alienármela. En la mitad de mi buffet soy sorpresivamente interrumpido; pero de inmediato recuerdo el porqué, así que arrojo mi mochila sobre la mesa para empezar a buscar un puñado de folios en una carpeta.
—¿Por qué no la colocas sobre tus piernas? —inquiere Alana con una sonrisa amistosa.
—Es más cómodo de esta forma —aseguro con convencimiento.
—Bueno..., si tú lo dices —. Se ríe y se sienta junto a mí en la banca, reposando su bolsa en un lateral de la mesa. No es más cómodo, supongo, así que ahora me siento un estafador. Alana continúa—. Te tengo que mostrar esta foto que tomé ayer, ¡es fascinante!
Ella extiende la imagen hasta que queda frente a mi campo de visión. Admito que es bastante buena, de las mejores que me ha enseñado. Es una cigüeña que regresa de su migración junto a la primavera, un poco temprano si me pregunta, pero por eso mismo es fascinante. Aún se puede ver el rastro de nieve en la lejanía; sin embargo, el árbol ya está volviendo a florecer y en la cerca del vecino se divisan flores de varios colores, tales como azul, blanco y rojo. El sol se asoma por el oeste y el color del marco de la ventana de Alana dota de forma a la fotografía. Ella es buena; pero, a pesar de todo, no puedo evitar cuestionarme por qué se compromete a mostrarme su nuevo trabajo, siendo que yo no sé nada de fotografía.
—¿Por qué me dices esto?, ¿qué pasa con el club de Biología? —pregunto con sinceridad, aunque parece que a Alana le pesan mis palabras— ¡Pero sí me encantaron las fotos! En serio, son geniales; solo es que no entiendo por qué quieres mi opinión o mi apreciación.
—Es que... tampoco somos demasiados en el club. En realidad, la mayoría solo va por puntos extras.
—Ah..., lamento oírlo... —musito y pierdo la mirada. Los gritos intolerables del equipo deportivo delante de nosotros me sacan de quicio, llenan toda la cafetería y parece que estamos en un antro muy bien iluminado con olor a papilla para bebé. Qué irritante. Desenvuelvo un caramelo, deprisa, y me lo meto a la boca sin aspavientos. Le extiendo el puño de caramelos a Alana, indicándole si gustaría de alguno. Me niega con decencia. Me invade un sentimiento de vergüenza.
Me siento mal por ella; en serio, es tan agradable conmigo a pesar de que soy un cero a la izquierda..., debería de hacer algo
—Creo que, entonces, debes de acudir conmigo para mi retroalimentación. Aunque casi siempre te daré críticas positivas, soy un jurado muy condescendiente; soy de algodón de azúcar.
Le regalo una extraña sonrisa. Creo que estoy desacostumbrado a sonreír. Ella se ríe por mi gesto y me dice que está bien. En sus mejillas se dibuja un rubor rosáceo, como el de una cantante famosa.
Finalmente, le deslizo el guion de su documental sobre la mesa, como si fuera un archivo hipersecreto. Lo hice ayer en la noche, cuando no podía dormir y Rūta ya había caído rendida. Desde que salí ayer de la escuela tenía veinte mensajes pendientes de Alana en mi bandeja de entrada, rogándome por ayuda para su reportaje documental. Acepté. Alana me mandó todos los datos que el video incluiría, así que no me resultó nada difícil organizarlos a modo de guion.
—¡Eres fabuloso, Milán, el club de Biología amará mi trabajo! —. Asumo que eso es lo que se decidió creer—. Son cinco páginas, ¿no? ¿Cuánto te tengo que pagar?
—Más fotos de aves que sean más grandes que nuestras cabezas, ¿dónde dices que encontraste aquella águila?