La Villa de la Desesperación

Capítulo 3

Entro a la tienda con mi mejor chaqueta primaveral y busco a Janina con la mirada. Todo este mundo exclama algún tipo de hipnosis a través de la mente; las paredes son moradas, se distingue un olor a lavanda y los arreglos florales convierten la composición en un paranoico sueño rosa. No hay muchas ventanas, pero el color frío cayendo desde el cielo tapizado de rieles cian destella suficientemente a través del lugar como nubes plasmáticas por un cielo oscuro. Mis zapatos se deslizan parsimoniosos. El suelo porcelano destella en entera limpieza con un plateado que ciega. Las estanterías son altas y exhiben tantos modelos como las estrellas que pasan flotando mucho más allá. Murallas de chicas suspiran en el nombre de estilos, revisan etiquetas y lamentan precios. Esta es la casa del desengaño vestida de un cuento de hadas con su fantástica extravagancia.

Necesito saber dónde está Janina, así que pregunto por ella a la cajera. Apenas llego frente a ella esta no me presta atención, permanece absorta en una revista de chismes faranduleros. Golpeo en la mesa de mármol oscuro con mis nudillos hasta que recibo una mirada de soslayo y una ceja alzada. Le explico qué hago aquí y que la hija del dueño me solicitó acudir. Ella exclama con la mirada iluminada que ya lo puede recordar.

—La trastienda, por aquella puerta —indica la señorita. Volteo, siguiendo la dirección de su manicura esmaltada, e identifico la entrada. Camino hacia el portal morado con un cartel que grita "prohibido entrar" y atravieso sus dimensiones.

La ilusión y el glamur se desgastan hasta apagarse, quedándose imperceptibles. He dejado de sentir la armonía que sentía antes y ahora todo se siente extraño, desubicado: común. Las paredes están tapizadas por un papel gris, en el linóleo se deslizan retazos como de quemaduras, hay cajas de cartón por doquier, telas sueltas suspendidas en la cima de anaqueles. La trastienda retiene una atmósfera caliente atrapada, sostiene infinitos corpúsculos de polvo y compone juegos de telarañas en las sombras que deja un rayo de sol que es una fila de bombillas amarillentas.

No veo a nadie y solo camino sin hacer el mínimo ruido. Paseo la mirada de esquina a esquina, no hallando ningún rastro de la mejor amiga de mi hermana. Me golpea de pronto una peste a alcohol y arrugo el entrecejo. Este proviene de detrás de un perchero repleto de vestidos negros idénticos entre sí. Abro la barrera y me veo embestido por una explosión de vapor caliente. Cierro los ojos y me cubro el rostro. Cuando al fin consigo adaptarme, diviso entre las nubes de neblina la silueta de un hombre tan delgado como un alfiler.

—¿Hola? —suelto. Él, de súbito, voltea y advierte mi presencia, endureciendo cada músculo de su rostro. Sonrío con la boca cerrada. Él suelta la plancha de vapor sobre un tanque de agua y se lleva a la boca un cigarrillo electrónico. Lo succiona y lo deposita junto a un montón de prendas dobladas en una mesa de madera. Me pregunto si nunca será suficiente vapor para él.

—Eres un niño —. Mis instintos me piden argumentar que eso es biológicamente incorrecto, pero me muerdo el labio inferior para contenerme—. ¿De verdad te dijo mi hermana que podías venir?

Asiento y alzo la barbilla, intentando parecer decidido; aunque mi corazón palpita a una eternidad por segundo. Le sonrío y él me analiza detenidamente, luego se encoje de hombros. Tendrá unos dieciocho años; es alto, cabello negro al ras y desprolijo en su totalidad. Tiene aliento de estar bebido. Su camisa blanca está semi mojada y arruga el entrecejo con manifiesta regularidad. Se acerca a mí, respirando maldiciones por la boca, y me extiende una libreta forrada con papel blanco que reposaba en un anaquel.

—Haz el inventario de la nueva entrega. Que todo esté bien: color, talla, número. No arrugues la ropa, no quiero pasarme toda la noche, de nuevo, arreglando errores de tontos. ¿Alguna pregunta?

—Sí, este..., ¿cuál es mi trabajo, específicamente?

—Servir de algo. Llegar tres horas antes que esto e irte a las ocho. No haces preguntas estúpidas, no me molestas, no arrugas la ropa, no calcinas este lugar, no cuestionas, no fumas y no bebes.

Frunzo el ceño, mientras me aniquila el aroma de seis horas de cerveza añeja.

—Pero... —. Me interrumpe con toda su mano sobre mi boca

—Te dije que no preguntaras cosas estúpidas. Si quieres romper las reglas, hazlo, pero no delante del jefe. Por cierto, yo soy tu jefe. Por cierto, me llamo Dovidas, tu nombre no me puede interesar menos. Olvida a Janina, que solo se pasea por aquí para robarse los conjuntos más nuevos y presumirlos deprisa. Yo estoy al cargo de ti, así que no me hagas patearte el trasero directo hasta tu casa.

El tiempo pasa más lento cuando eres miserable. Supongo que pude salir con vida al primer día, aunque no sé cómo vaya a resultar mañana. Dovidas me hizo quedarme hasta las nueve, ya entrada la noche. Hice el inventario de las demás marcas, movilicé algunas cajas al centro de la trastienda, separé las prendas por una infinidad de categorías y acompañé a Dovidas mientras preparaba las prendas que se exhibirían mañana. Él las planchaba, las colgaba y, dependiendo del estilo, las perfumaba con una fragancia no muy invasiva. Lo hacía todo con profesionalismo metódico, mientras bebía como un degenerado, sin experimentar ninguna perdida de la consciencia. Quizá eso era lo que le mantenía capaz de seguir.

Somos personas serias. Nos comunicamos lo menos posible, solo hablando lo necesario. Sin embargo, Dovidas llevaba el estandarte del mando, sin lugar a duda, y no me dejaba descansar. Así toda la tarde. Mañana debo estar en la tienda incluso antes de las tres; aunque estoy muy agotado. Espero no tener que quedarme hasta tarde de nuevo, sino Laura comenzará a tener sospechas —peores, considerando que mi excusa fueron los proyectos finales. Debo de conseguir algo mejor.




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