No pude dormir ni un solo segundo. La lluvia ha azotado desde hace horas en la ventana sellada detrás de los anaqueles y en el techo metálico. Salí un segundo durante el transcurso del episodio y deduje que el amanecer no llegaría jamás. Las nubes cubrían la atmósfera con ese color grisáceo característico de la tristeza y el olor a mojado invadía cada rincón del bosque. Mis zapatos se mojaron apenas salí y pisé un charco frente a la puerta. El viento fresco y húmedo arremetía con fiereza; apenas y podía mantener los ojos abiertos. Mi cabello se adhería a mi frente y mi ropa rápidamente se empapaba, mientras yo estaba embelesado por el ritmo en que bailaban las arboledas. Vilna debería de haber estado sumergido, en ese entonces, en la oscuridad. Las estrellas estaban de fiesta muy muy lejos. La luna azul reposaba en bailes de plomo y explosiones de escarcha detrás de las nubes. Con esa escena logré inspirarme para terminar el episodio que peor he combatido para escribir. Duré dos semanas en el trance las no palabras en mi mente.
Totalmente mojado, me desprendí de mis ropas empapadas para hundirme entre las sábanas. Rescaté mi chaqueta del suelo y conservé mi ropa interior. De esa manera, bajo la débil luz que proporciona mi móvil, inspeccioné cada episodio de mi obra para realizar correcciones. Cuando voy llegando al final mis ojos duelen y me siento tan cansado que podría morir con tal de descansar. Valor despertó el odio que nunca había sentido por nadie más que por mí mismo y, aunque me causa risa, Máximo ha estado calando en mi último nervio con su orgullo desde el episodio seis. Intento contener el amor que le tengo a Rosemary cuando estoy corrigiendo porque, si no, jamás le sucederían maldades, la protegería hasta del viento y mi historia sería un extraño poema bastante aburrido.
Quiero hacer esto bien, necesito hacerlo bien. Será mi legado. Será mi vida una vez que ya no esté. Será aquella sobreviviente. Cada punto, cada palabra, cada espacio; debe ser perfecto.
La lluvia va languideciendo y me pregunto si habrán abierto la escuela. Hace meses no teníamos una lluvia tan torrencial, usualmente estaba acompañada por granizo o se solidificaba entre la atmósfera antes de caer. Reviso mi correo y no noto ninguna advertencia de la escuela sobre las clases de hoy. Suspiro profundamente y me debato si usar este día como descanso, considerando que Laura me permite no asistir un día a la semana. Mis parpados pesan y mi voluntad se debilita. Usualmente, si no aparezco en casa antes de las seis de la mañana, Laura sospecharía demasiado; pero ayer me excusé con estar durmiendo en casa de Gintaras, así que tengo una oportunidad.
Voy cerrando los ojos con serenidad cuando, de súbito, mi teléfono vibra repetidamente. Considero que es la escuela y que la monitora de la web escolar se permitió quedarse adherida a la almohada. Lo ignoro por unos segundos; pero, como los mensajes siguen llegando, lloriqueo y me fuerzo a encender mi celular otra vez. Este queda a punto de resbalárseme para ir a azotar contra el piso en cuanto leo los mensajes que me aterrizaron. Mi rostro se paraliza y por un segundo no puedo respirar. Al instante me agito y mi respiración se vuelve necesitada y desesperada. Se desliza sudor frío por mi frente y por mi espalda. De pronto, entre mi desnudez, siento tantísimo calor. El mensaje es de Audra y en este se lee:
Un cazador vio a una niña parecida a Rūta en el bosque suroeste de la ciudad, cerca de tu casa. ¡Haremos una búsqueda cuanto antes, por favor, te necesito! Tengo un buen presentimiento, la policía nos va a acompañar. ¡Prepárate para las ocho!
No podía estar en el bosque, no podía llevarla a la ciudad. Durante el abrigo del cielo nublado cubriendo un retardado amanecer, salí de la caseta del bosque con Rūta en mis hombros, cubierta parcialmente con una manta marrón. Ella se divertía como si estuviera montada en el poni del carrusel; me pateaba las costillas y gritaba con éxtasis que siguiera y aumentara la velocidad. Bufé como un toro exhausto y me permití extender el carnaval hasta entradas las seis de la mañana, cuando llegamos al invernadero de mi casa, mientras el sol se iba avistando por detrás de una explosión de nubes.
La casa más cercana a nuestro nuevo hogar está a medio kilómetro de distancia, hacia el norte, donde viven un par de jubilados andrajosos que solo salen de casa para pelear con su electricista. Nos rodea una vida de árboles y solo nos visita el sol cuando está en lo más alto. Nadie me podría descubrir escondiendo aquí a una niña desaparecida, a excepción de mi propia familia.
A las cinco y treinta me había llegado el aviso de la escuela, en el que compartían que hoy, por una supuesta lluvia ciclónica predicha a las diez de este mismo día, hasta una hora impredecible, serían canceladas las clases. Laura lo habrá notado también. Sin embargo, mi mayor miedo es mi madre, quien es la única persona que toma cuidado del invernadero; considerando que es lo único que hace desde que dejó de pintar. Todas las mañanas, según sus declaraciones, sale de casa mientras estamos en la escuela y entra aquí para cuidar de las plantas y de la tierra.
Escondo a Rūta en la parte más densa del jardín. Le ruego, con las manos entre las mías, que no haga ruido, pase lo que pase, hasta que yo mismo le indique lo contrario. La compro con la promesa de que volveremos a jugar al poni del carrusel cuando todo esto termine; apenas esas "personas raras" la dejen de buscar. Sé que Rūta no suele preguntar cosas, siempre y cuando tenga un juguete con el cual divertirse. De entre mi chaqueta rescato dos de sus muñecas. Sus ojos se iluminan y, de inmediato, extiende su mano hacia aquella muñeca vieja de Laura. Sonrío y, ya con Rūta entretenida, deposito la otra muñeca pelinegra en la tierra cerca de ella.