Hoy es el día: viernes 26 de abril. Cae una ligera nevada primaveral por las calles; pero nada que pueda derrumbar un árbol. Estoy en el trabajo, gastando mi tiempo entre montañas de ropa elegante y con un aroma hermoso a perfume. La organizo en grupos cerca de mí y amontono en una mesa apartada aquellas prendas imperfectas. Me estoy comenzando a crear una rutina, tanto que ya ni siquiera lo siento como trabajo. Es constante; eso me tiene en paz.
Despliego, evalúo, coloco. Despliego, evalúo, coloco. Despliego, evalúo, coloco. Despliego, evalúo... Unos golpes desesperados e insistentes se roban mi trance místico. Provienen de la trampilla, bajo un montón de cajas de cartón llenas de pedidos. Volteo con angustia hacia todas partes, deseando no ver a Dovidas cerca. Los alrededores están despejados. Suspiro, tranquilizado, y corro hacia la entrada del antiguo almacén. Con velocidad empujo las cajas. Deslizo el pestillo y jalo la puerta. Rūta se asoma con miedo desde debajo entre la oscuridad, en aquel pequeño y tenebroso cuarto.
—Se terminaron las baterías— musita ella, sacudiendo sobre sus hombros la linterna que le entregué anteayer. Jadeo con resignación y le indico que se tranquilice. Que no tenga miedo, que volveré en minutos. Ella lloriquea y, aunque me duela en el interior, tengo que cerrar la compuerta tan rápido como me es posible. Paso el pestillo y coloco las cajas encima de esta, con tal de que Dovidas no advierta el cambio. Vuelvo a estudiar mis alrededores. Vacío. Aprovecho para correr hacia afuera de la tienda, listo para encontrar la primera tienda de baratijas que se me atraviese en el camino.
Por una calle casi me convierto en otra capa sobre la carretera, aplastado bajo las ruedas de un autobús. No quiero perderme, pero doy tantas vueltas como un enajenado. No encuentro ninguna tienda que no sea de ropa o de comida. Pruebo suerte en una tienda de deportes y consigo una luz de bicicleta de montaña. Me conformo y salgo echando fuego hacia la trastienda, de nuevo. En el camino, mi celular va vibrando.
Son las seis de la tarde y mi cita con Alana es a las nueve. Mis nervios aumentan tan solo de pensar en aquello. ¿De qué debo de hablar durante la cena? ¿¡Por qué tuve que proponer una cena!? ¿Por qué me dejó proponer la noche a mí? Me voy a marchar a vomitar.
Vuelo por una calle y los cláxones de los carros me persiguen junto al viento. Ni siquiera volteo a ver detrás. Estoy tan presionado porque la fecha del concurso se acerca. Solo tengo escrita una página, que es un maldito borrador porque no sabía formar la estructura de un ensayo. Soy un total fracaso. Jadeo hasta llegar a la puerta de la trastienda y me permito respirar. Cierro los ojos y bajo la mano con parsimonia hasta la perilla. Exhalo mientras rechina la vieja puerta sin reparo. Entre el subrepticio la oscuridad me taclea. ¿Quién detuvo la luz polvorosa de los rieles de bombillas colgadas del techo? Me siento como un extraño en un mundo en pausa, cuando todos los grillos se han ido a dormir.
Guardo la luz de bicicleta en mi bolsillo izquierdo y camino con sigilo hacia el recoveco subrepticio que se rezaga de la trastienda. Doy una mirada de soslayo y advierto que, detrás de un cataclismo de vapor, está la cortina de vestidos desplazada. En este sitio siempre hay mucho vapor; sin embargo, hoy lo percibo asfixiante.
Creo recordar que dejé los nuevos pedidos empaquetados sobre la trampilla. Mi cabeza da tantas vueltas, no sé por qué. Siento cómo mis recuerdos se fragmentan, como si el mareo me asesinara indoloramente. Ah, pero mi cabeza, mi maldita cabeza, parece que está a punto de estallar.
Aterrizo la mano derecha encima de mi frente y cierro los ojos, calculando la temperatura volátil que presento. Me estoy estresando otra vez. Utilizo mi mano libre, que tiembla como un terremoto, para abrir la puerta y encontrarme, como un muerto ante la nada, con la oscuridad.
Jadeo y, sin premeditarlo, empiezo a lloriquear. Al instante, percibo una presión frígida en mi cráneo. Me recorre y me cala profundo. Estoy de rodillas entre la vergüenza y la desolación. Clavo la mirada en las sombras de aquella esquina lóbrega, entre telarañas y diamantes alquitranados con múltiples patas. Lloro con más fuerzas.
—Dame cinco razones por las que no debería llamar a la policía.
Anclo ambas manos en mi regazo y me muerdo el labio inferior para dejar de sufrir. Imagina que estás en una burbuja. Imagina que en aquella burbuja suena música relajante. Imagina que flotas hasta rozar el profundo azul de cielo. Imagina que eres una alucinación de tu propia esquizofrenia.
—L-lo puedo explicar.
Tiemblo como un condenado. Me ordena que le mire a los ojos. Sin probar mi propia suerte, solo arrastro mis rodillas hacia su dirección. Dovidas, apagado, así como no lo era antes, me ausculta con desasosiego. En efecto, compruebo que aquello que me golpeó el cráneo era un revólver. Lo observo con ojos de cordero y, junto al terror, me voy apagando. Siento tanta, pura, pena.
Dovidas baja el revólver. Pienso que lo va a resguardar, entre sus ropajes o de vuelta a dondequiera que lo haya tomado. Pero no. Me atiza con él.
Jadeo y sostengo entre mis manos mi mandíbula. Es un dolor punzante, pero no me destroza. Sigo bien. Aunque con mi voluntad desvaneciéndose. Siento que el mundo está borroso. Los ruidos son colores disonantes. El ritmo se fuga del compás.
Dovidas me vuelve a atizar en la cabeza y aterrizo de bruces contra el suelo. Creo, sospecho, que me dijo en qué estabas pensando. No lo sé, eso creo, creo que lo escuché. Digo la verdad, no lo sé.