La Villa de la Desesperación

Capítulo 8

Dovidas me ordenó irme a descansar. Por la ciudad llovía y yo había olvidado mi paraguas. Aunque se podría pensar que aquello me deprimiría, en verdad, no lo hizo. Me sentí libre. Como una estrella fugaz trazando códigos, atravesando la noche. Llovía, sí llovía, llovía mucho. Si no lloviera así, ni siquiera sintiera que lloviera. Caminando, la luna me miraba con miedo y extrañeza. Llovía, sí llovía, llovía mucho.

En casa, lo primero que hice, fue tomar agua. Llené mi estómago de tanta agua como había caído del cielo mientras trabajaba mi camino. Por alguna extraña razón, mi garganta sabía a había llorado. Me estiré, hasta que un brazo casi se me sale del circuito. Extrañé a Laura todo el tiempo en el que estuve en la sala y nadie me preguntaba cosas. Su ruptura con Aleksas la dejó destrozada, tanto que ni siquiera sale de su habitación. Yo hace tiempo que dejé de estar molesto con ella por exponerle al mundo mi gusto por escribir. Sigue siendo vergonzoso; pero, ya no la odio. Nunca la he odiado. Solo... la resentí un poco.

En mi cama intenté dormir. Cerré los ojos durante bastantes minutos. Dejé pasar el tiempo. Este avanzó veloz; pero no pude dormir, mucho menos descansar. Mi cabeza se llenó de ideas y se me fue mi descanso pensando en un millón de cosas. Cuando me quise levantar, treinta minutos antes de mi cita con Alana, mi cabeza me estaba por estallar. Inhalé hondo y me resigné. Este no ha sido mi día.

Ahora intento escribir, ya vistiendo la ropa que programé para mi cita. Unos jeans y un abrigo negros con una camiseta blanca por debajo, solo porque hoy no quería ir totalmente de negro. Cambié de opción varias veces, pero al final me decidí, como siempre, por aquel mismo tono vacío y silencioso. Es mi preferido, junto con el gris.

Ahora intento escribir. Suspiro un helado destino encima de una hoja que se muere. No estoy logrando dar con nada. Las letras son como patos volando acelerados en una zona de tiroteo; evaden mis balas como perfectos esquivas.

Estoy con el ensayo del concurso. Sencillamente, sin la ayuda de Alana, no he conseguido la motivación necesaria para escribir. No me puedo concentrar. Rescato de debajo de mi cama una cajetilla de cigarros y me pongo a fumar cuanto puedo. En diez minutos es mi cita, debería salir ya. Sé que voy tarde; pero, sin más, no me siento bien.

Hoy ha sido un día demasiado difícil, siento que mi estómago se retuerce cada vez que respiro. La existencia se siente pesada, ni mis piernas consiguen mantenerme en pie. Estoy tan tenso como un árbol en el centro del bosque, perdido entre la inmensidad del follaje. Ni la comodidad —mediocre— de mi cama consigue relajarme. Cada vez la nicotina me relaja menos. Entre humo, el polvo de mi habitación levita ante mis ojos.

Son las nueve en punto y mi corazón se detiene. Le doy una paliza. De pronto palpita con rapidez. Lo siento en mi pecho, dando saltos y vueltas. Juega conmigo. No le importa que lo necesite.

Me armo de valor y me incorporo de mi rígida cama, ya con el palpitar de mi corazón haciendo ecos en mi mente. Mi hálito dibuja arabescos de humo frente al espacio, distorsionando mi alucinación de la realidad. Apago la colilla contra una pared y suspiro mi alma lejos. Cierro los ojos, abro la puerta y me encamino hacia el centro de la ciudad.

Las farolas suspendidas por el camino aluzan la penumbra de esta noche en Vilna. Mis pisadas son sombrías a través del empedrado. A veces miro a las parejas que se atraviesan en mi camino, abrazadas con determinación y mirándose con esa expresión de enamoramiento perdido. Suspiro y me concentro en mi caminata, metiendo mis manos dentro de mi abrigo.

Hoy no hay brisa, ni mucho frío. La lluvia de la tarde ahora se filtra hasta la inmensidad, dándole la bienvenida a otra generación de estrellas muriendo en la gravedad. La Tierra está dando vueltas otra noche; sin embargo, solo hoy me siento tan mareado como para caerme de bruces contra las piedras.

Se extiende la calle delante de mí, brillante entre tanta iluminación. Cuando vuelva a mi casa sé que las tinieblas me volverán a abrazar; pero, mientras tanto, la ciudad nunca se hundirá entre la penumbra del todo. La infraestructura es inmensa, algunos alféizares mantienen estatuillas y velas y, otros, maceteros. Esta calle es elegante. Aquí, según dicen, la vida turística existe fuertemente todo el verano.

Cumpliré dos años en Lituania y nunca he salido más allá de la zona de mi vieja casa y escuela. Suelo pasearme por las librerías y cafeterías. No sé por qué, pero puedo acudir a cualquiera de ellas, cuando sea, y la atmósfera es igual. La biblioteca de mi escuela es tan diminuta como el interior de un puño, así que no tengo más opción que ir a una librería que queda cerca de aquí, a través del centro histórico. Las demás también las he llegado a visitar, pero me eclipsan las paredes de libros. Parece una cárcel de ladrillos pintarrajeados.

Esa librería es medio moderna. Siento que la estimo. Si tuviera más dinero para gastar en libros, reabastecería mi colección, ya que esta quedó clausurada junto a las pinturas de mi madre en nuestro almacén en medio del bosque. Otra decepción aunada a mi vida, eso no es novedad.

En las cafeterías solo suelo sentarme a hacerme uno con mi mente —como si no tuviera ya demasiado de eso—. Mi única compañía suelen ser mujeres mayores con una perorata tan superficial y gente que va a trabajar desde sus computadores; usualmente estos hablan como si no existiera nadie más en todo el establecimiento. Yo a veces voy a escribir, pero no siempre. Siento que, si llegase a sacar una rutina de ello, me gastaría todos mis ingresos en capuchinos y brownies. Trato de recordar cuantas veces me he sentado solo en el balcón de una cafetería sin simpatía en mi cerebro, y no me alcanzan los dedos para multiplicar por cien y dar con el resultado.




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