La Villa de la Desesperación se mira muy distinta a cómo Rosemary la recordaba. Las cortinas de nubes que habían cubierto el cielo, aquella noche, hoy se han despejado. De eso casi han sido dos semanas. Es como si el lugar no pudiera recordarla.
Sigue sin haber ningún alma a través de las calles. Las casas emanan oscuridad entre todo lo vivo. El sol encara las penumbras como una aurora de misticismo. Las ráfagas de viento fulminan los cúmulos de polvo, enviándolos hacia el cielo. Las casas silban. A través de las ventanas no se vislumbra ninguna figura caminando.
Rosemary va detrás de aquellos dos, observando La Villa de la Desesperación con intriga. Se pregunta si la falta de Nebulosa y Meteoro estará haciendo alguna diferencia significativa. También le inunda la mente una tormenta de nostalgia mientras piensa en Antanas; pero decide no derrumbarse hoy, no ahora. Quizá, si todo sale bien, lo consiga ver de nuevo y toda esta obra macabra termine siendo un simple drama idiota.
Cuando sus piernas empiezan a doler y la situación no parece resultar fructífera, Rosemary cuestiona hacia Máximo.
―¿En verdad esto nos lleva a algún lado?
―Estoy seguro, ¡mira cómo brilla! Estamos llegando a algún lado.
Los sentidos de Ventus permanecen alertas sin descanso, mientras Rosemary se impacienta aún más a cada segundo. La luz carmín de la piedra vigía desprende un poder sin precedentes; fulminante. Danza en el interior del artefacto y resbala hacia el noreste, soltando reflejos que se deshacen junto a los ruegos desesperanzados de las almas extraviadas en La Villa de la Desesperación, cuyas miradas vigilantes aterrorizan a Rosemary desde detrás de bastantes arboledas. Ventus las monitorea con su mirada.
Se respira la Desesperación. Flota en el aire como veneno.
―Este lugar es sombrío ―susurra Rosemary, acercándose a sus acompañantes―. Siendo mediodía, ¿es eso posible?
Ventus, entre su siniestro semblante, asiente.
―Es un lugar sombrío. Aunque estuve en peores.
Al llegar a La Tienda de las Almas Perdidas, Rosemary se ríe y golpea a Máximo en el brazo.
―Creo que la piedra solo quería volver a su hogar. Aquí es donde Valor recibió el artilugio mágico, ¿no?
Los ojos de Máximo divagan entre el desasosiego y la molestia.
―No puede ser, ¡debe haber algo más! ―. Empieza a bajar la voz― Tiene que haber algo más.
―Eres un genio ―ironiza Rosemary. Se gira hacia el sendero que lleva a la salida. Máximo permanece viendo La Tienda: una aparatosa bodega que jamás había pisado. Hay un cierto regusto a ceniza en el ambiente que atrae la atención de todos ellos. Ventus, de brazos cruzados, cruza mirada con Máximo.
―Hay algo dentro de este lugar. Lo siento en mi pecho.
―¿¡Lo ven!? Debemos entrar ―agrega Máximo.
Rosemary suelta un largo suspiro. La Tienda de las Almas Perdidas conlleva recuerdos aterradores para ella, fantasmas a los que no se siente preparada para darles frente. Para ella, simplemente son más poderosos.
Ventus adora lo sombrío; caza almas grotescamente formadas desde que cumplió los doce años. Antes, en su niñez, acompañaba a su hermano en la Restitución de las Almas Suicidas. Algunas personas, sin más, quisieran desvanecerse. Pasar las horas en el silencio, como aquel anterior al nacimiento y la materialización. Ser rescatados del suplicio que es pensar, hablar, respirar. Las Almas enviadas de La Tienda de Las Almas Perdidas a El Castillo de los Suicidas son feroces y obstinadas, tienen que atravesar todo el Bosque noroeste para encontrarse con el único lugar que es capaz de dejarlos, por una vez y para siempre, cerrar los ojos; vueltos piedra por la eternidad. Ya sin futuro, ni presente, ni pasado.
Su hermano tiene una voluntad de hierro, a la vez que una paciencia enorme. Junto a él, Ventus disfrutaba, de una manera solemne y poética, los momentos en lo que las Almas cerraban los ojos, preparándose para aquel segundo, en el cual se oscurecieran los límites del universo. Sin embargo, Ventus quería más acción que esa. Con el tiempo empezó a aburrirle ver cómo nadie en aquel mundo intentaba luchar. ¿Y la fuerza en aquella tierra de locura y ansiedad? Las almas más tristes casi nunca decían palabras antes de morir; todo era silencio. Ventus, acostumbrado a la quietud, comenzaba a añorar más ruido.
Colgando de la angustia que causa el aburrimiento monótono, Ventus se aventuró a cuestionarle a su hermano qué sería de él a través de aquel futuro incierto. Después de un rodeo filosófico maestro: "nada existe, más que el presente", Ventus se irritó y le indicó no se lo cuestionaría más, que se iría, para no regresar. Su hermano mayor, con infinita paciencia, solo atinó a compartirle que le deseaba una excelente fortuna.
En el sendero lóbrego del Bosque Noroeste, nada indicaba el camino. La realidad iba dilucidándole pistas a Ventus en su deseo de conocerla más profundamente: los cuervos dibujaban siluetas en el cielo, se respiraba el frío del invierno y las almas perdidas solían pasar llorando con amargura en la oscuridad. El horizonte nunca se estrechaba, y las estrellas, con la noche en la mano, se deslizaban con celeridad huyendo del amanecer, así como las nubes atadas al azul mortecino del día.
Pasaron dos noches hasta que Ventus encontró, entre tantas arboledas con follajes profundos y sin ayuda de ninguna señal del sendero, La Villa de la Desesperación. Sus pies estaban destruidos al pisar esa tierra paralizada y apenas podía mantener los ojos abiertos; quería dormir tan pronto como fuera posible. Irrelevante, caminaba cansado entre el resto de anodinas. Algunas se retiraban y otras se acercaban. Todas con apatía. Ventus, confundido, se encaminó hacia el ojo de la tertulia.
La acción incrementaba su demencia apenas él se acercaba a La Tienda de Las Almas Perdidas. Se respiraba resentimiento, decepción y miedo. El universo reducía sus dimensiones, mientras que la realidad quedaba envuelta en una fuga de pesadumbre. Eran siluetas de fatalidad caminando con la cabeza agachada hacia un destino intranquilo. Ventus, con los vellos erizados, se empezaba a sentir un alma de aquellas.