Mis dedos se deslizan como ondas de sonido entre las teclas. Despacio, va y se aparta el ruido. Dos teclas se unen con velocidad; hay una pausa y, desde un abismo oscuro, llega una nueva muy débil. Para mis dedos se siente más como un accidente ideal que como el dibujo de una partitura. Me desvivo en la pieza hasta que, agotado, fallo una nota. Un choque de estrés martiriza mi cabeza y golpeo una vez, fuertemente, el largo piano.
El almacén es grande y se expande en penumbras hacia el infinito. La sensación de soledad me abraza. Cierro los ojos y, con detenimiento, trato de recordar la siguiente línea de la canción. La emoción por la inmensidad y lo sucinto me punza en la espalda; lo rápido y lo lento: una danza sombría perfecta. Los contrastes de la música me sanan el corazón roto. El brillo del centro de mi mirada me ciega y embelesa, grita y baila como un recuerdo indeleble, deformándose entre mis ojos y mis párpados. Suspiro y me derrito como una estatua congelada, desplomándome así hacia el abismo.
El aire sigue pasando por mi nariz y boca, mientras mis piernas y brazos, dormidos, se sostienen en debilidad. Mi fatiga vuelve, como no podía ser de otra manera. Me pregunto de dónde sale todo el calor que siento, el sudor que me recorre y la extraña somnolencia. Es como si tuviera el infierno encima de mí. Como si me envolviera un capullo de mariposa, aprisionándome en una angustia febril.
La nula motivación me deja indefenso. El mundo se ahoga en interferencias mientras los lazos de luz hipercromática se deslizan a través del cuerpo de la oscuridad. Parpadean como satélites en la noche. El aire está viciado y se marcha tan pronto. Mis manos tiemblan y, por un segundo, sospecho que no recuperaré jamás el hilo de la melodía.
Vacío mis pulmones, el aire me sabe a veneno, y continúo. Para mi sorpresa, todo marcha bien, se podría decir. Unas notas se van y otras llegan. Entre sus distancias y silencios, mis dedos dudan; pero, al final del todo, siempre parecen dar con la respuesta. Rápido y lento, inmenso y sucinto, desesperación y armonía; así es la vida que me enamora.
―Esa es una bonita música ―dice la voz de una chica al lado mío. Me asusto y, sin poder dejar de tocar, la volteo a ver, con los ojos abiertos de par en par y los labios ligeramente distanciados.
―¿Amy? ―suelto, desconcertado.
Entonces comienzo a darle sentido al escenario, a mis manos y a la música. No soy yo en este preciso momento. Aunque me siento como yo; el mismo tonto atrapado en una cápsula de calor; sin embargo, entre las ondas de sonido rítmico que viajan alrededor de mí, asimilo que estoy en la misma escena de cierta novela que escribí hace años, terminándola en diciembre del año anterior. Cuando no estaba molesto con mi madre y mi hermana mayor, ni habían muerto mi padre y mi hermana menor.
No puedo creer que mi infierno se haya prolongado tanto. La escritura ha sido siempre mi única salvación a la soledad. Ni siquiera creo que sea tan bueno en ello, pero odio pensar en qué haría de todo ese tiempo acompañado de mi cabeza. Una parte tonta de mí aún cree que escribir me protege contra todo.
La melodía continúa sin que siquiera piense en ella. Los ojos esmeraldas de Amy taladran en mi cráneo como láseres de calor; ella me provoca un extraño nerviosismo, una reticencia a enfrentar algún tipo de pasado.
―¿Cómo haces eso? ―cuestiona, como siguiendo una especie de guion. Siento mi corazón hacerse pequeño.
―Relajándote... y escuchando.
―Mmm... ¿Y cómo relajarme?
―Desconéctate de la realidad... Así, sin más.
Mis dedos bailan rápidamente y se detienen de súbito.
―Tú ya pasas mucho tiempo lejos de ella, ¿no es cierto?
Bajo mis brazos hacia mis costados en el banco. Lleno mis pulmones de aire y los vacío, desolado. Mis ojos se sienten como burbujas de agua caliente que no me pertenecen y se quieren derretir entre la brisa. Mis piernas se encuentran tan cansadas, hartas de mantenerme, de sostener tal peso muerto; muerto en vida. Entonces siento las manos de Amy sobre mi brazo derecho. Su tacto me hace estremecerme, asustado.
―¿Por qué te haces sufrir tanto? ―cuestiona, y cierro los ojos como respuesta. Amy desliza una mano hasta dónde vive mi corazón. Relaja su cabeza sobre mi hombro― Te gusta tanto el dolor.
―No es así ―contrapongo, rápidamente.
Siento el calor consumir mis ideas entre gigantes llamas. La ansiedad corre por mi cuello, ya que no siento mi corazón latir. Es como si no hubiera nada en mi interior.
―Debes dejar de huir. Si sigues ignorando el mundo real, no lastimarás a los demás menos de lo que te has lastimado a ti. Si te esfuerzas lo suficiente, aún lo puedes arreglar todo.
―¿Arreglar? ―susurro. Lentamente, abro los ojos y veo mis manos, más morenas y menos enfermas. Recuerdo que estoy actuando como aquel personaje del libro, un héroe, y que ella fue solo una creación, una bella creación― Ya no existe vuelta atrás, Amy. Solo mira lo que he hecho; he llegado tan lejos. Hay sangre en mis manos. Hay una niña inocente en mi control, que mantengo a base de mentiras. Estoy tan solo...
―No ―me interrumpe, lenta pero firmemente. Sus ojos me atrapan y me liberan, entre espirales de luz―. Te niegas a creer que lo que quieres ha estado tan cerca de ti tanto tiempo, porque asumes que no sabes nada. Te niegas a creer que hay gente para ti, porque asumes que tienes que estar solo.