Va llegando la noche. Le pedí a la enfermera que apagase mis luces. Solo ilumina mi rostro mi celular, que guardé todo este tiempo bajo mi almohada. He estado leyendo los mensajes de Alana sin descanso, mientras el sol caía y se asentaba la oscuridad muy lejos de aquí. Si no intentase disimular que ignoro los mensajes, sería más fácil aparentar que no me importa realmente. Tiempo antes desactivé las alertas de visto, última conexión y la nota de en línea. A pesar de todo, me es imposible relajarme. Veo que ella está en línea y muero de miedo, siento que me descifra en un segundo y me divisa desde detrás de la pantalla.
Nada me duele más a que ella me pregunte si estoy bien, después de cómo la abandoné. Prácticamente, sin querer, la humillé delante de toda esa gente. ¿Por qué aún quiere saber si estoy bien? Parece que no sabe lo sucedido porque me pregunta si iré mañana a la escuela. Me pregunta si podríamos hablar entre clases o en la pausa del almuerzo en una mesa de la cafetería. Me dice que puedo hablarle de lo que sea, pero que si no estoy listo me dará espacio. Solo me pide una señal, en respuesta al tiempo que pasamos juntos.
Unas lágrimas se deslizan por mis mejillas mientras intento resistir mis ganas de llorar. Con angustia, me muerdo el labio de golpe. Ahogo un grito y resiento el ardor. Froto la herida de mi labio inferior con mi lengua y saboreo la sangre que va brotando. Es horrible, pero me esfuerzo por callarme: insensibilizarme.
Dejo el teléfono a un lado y lo empujo por debajo de mi almohada. Me inclino a buscar el control que llama a la enfermera sobre la cómoda. Doy con él y presiono el botón rojo. En menos de cinco minutos, la enfermera, una chica nueva, ya está afuera de mi habitación. La veo caminar detrás del resquicio hasta que abre la puerta y entra. Me pregunta cómo estoy y si dormí una buena siesta. Asiento con una sonrisa demasiado falsa, luego le pido que encienda la luz
Cuando el rumor de sus pisadas se va distanciando, rescato de debajo de la cama el bolso de mi madre, en el que conservo el cuaderno que Vilius me consiguió.
Cuando Linas se fue y Vilius me preguntó cuál era el motivo por el que pedí quedarme con él, le expliqué todo sobre el concurso de ensayos. Le conté que me inscribí pensando en varias cosas, pero gran parte de la razón fue una buena amiga. Le conté que quería terminar el ensayo, tanto por mí como por la idea de ella, por los consejos que me dio y su intención de apoyarme.
Vilius siempre ha salido a fiestas y es levemente mayor que el resto de los amigos de mi hermana, lo suficiente como para ser el indicado para comprar cerveza y cigarrillos. Actualmente ya no está anexado a las amistades que lo convencían de pernoctar en fiestas tantas noches seguidas y de tomar y fumar más y peor basura. Dice que la banda ha sido una gran ayuda para él, y que Linas y Lukas fueron una parte esencial de su rehabilitación.
Tomé varias notas de sus experiencias que me podrían ser útiles al momento de escribir mi ensayo. Me contó de la infinitud de personas que conoció, la extensión infinita de cada noche y de las anodinas mañanas, aburridas y dolorosas, llenas de soledad, oscuridad y corazones rotos. Desempolvé mis metáforas cuando tuve que escribir notas, así como pienso hacerlas volver mientras escriba mi ensayo.
Me contó cómo conoció a mi hermana: gracias a Aleksas. Siempre ha sido su amigo, pero ahora no pueden comunicarse mucho ya que sería extraño, debido a la ruptura. Prácticamente, a quemarropa, sería ella o él. También me contó sobre lo extraño que fue cuando su hermana, Saulė, empezó a salir con Lukas, el miembro más callado de la banda. No paró de aborrecer la relación, ya que en el fondo sentía que sus amigos le pertenecían a él y que ella solo lo quería fastidiar. Eso hasta que Saulė comenzó a frecuentar el grupo. Al final tuvo que adaptarse, como con bastantes cosas en la juventud. Tristemente, cada decepción nos va arrastrando más hacia el reconocimiento de la realidad, como las olas del mar llevando a un enérgico pez, inevitablemente, hacia la estática arena de la costa.
Anoté eso como una de las buenas posibles conclusiones de mi ensayo. Me parece que recolecté una decena.
Es la una de la madrugada. Manteniendo un doble espaciado mental, la escritura se me hace fácil. Pensaba que, tal vez, el tiempo me había hecho perder el toque; pero no. Por unas horas, el éxtasis regresó a mi cuerpo; la dopamina, la felicidad, me invadieron. Incluso cuando la mano se me cansó, respeté aún más mi necedad. Solo realicé ejercicios rápidos con las muñecas y continúe recorriendo mi imaginación acelerada.
Leo y releo unas cuantas veces, entonces continúo. No me permito perderme y divagar entre mis pensamientos oníricos. Voy atando cabos con rapidez y necesitada exactitud. Presupongo resultados y voy vomitando una perfecta formación de palabras como brillantes constelaciones.
Cuando voy llegando al final, una enfermera, que fue lo suficientemente precavida, o yo demasiado despistado, entra durante mi derroche de palabras sin haberme llamado la atención ni haber hecho ruido antes, desde detrás de la puerta. Lleva en una pequeña bandeja un vaso de agua y tres pastillas en un pequeño vaso de cristal. La enfermera nocturna me sonríe con paz, intentando conectar conmigo. Ya no escondo mis cuadernos, no considero que lleguen a ser un problema.
―Hola, Milán. ¿Cómo estás? Parece que no tienes sueño.
Niego, con la pluma aún en la mano.
―Debo terminar esto para mañana. No puedo dormir. Ya tuve mi siesta, ¿por qué necesitaría de más sueño? Ni siquiera puedo levantarme de mi cama.