La Villa de la Desesperación

Capítulo 5

En mis manos hay tantas manchas de tinta y en mi cerebro tantas sinapsis haciendo explosión; siento que me desbalanceo. Mi teléfono vibra en repetidas ocasiones bajo mi almohada y así advierto que la misión ha comenzado, y que no tengo mucho tiempo restante.

Dejo las hojas inconclusas a mis cortados, desordenadas, y reposo mis ideas sobre mi regazo. No sé qué planeo con este discurso escrito más allá de impresionar a Alana y agradecerle por su ayuda. Quizá, si intento suficiente, ella me perdone. Todavía no he contestado sus mensajes porque me da vergüenza explicarle todo lo que ha pasado por mi vida y cómo, de forma indirecta, fui capaz de olvidarme de ella y de su amistad por sucumbir ante el miedo y el sufrimiento.

Suelto un suspiro de cansancio y me dispongo a, con propósito, hacer el mayor ruido posible. Acerco y alejo el sofá tanto como me es posible, haciendo un ruido estridente y repetido con las patas. Me faltan fuerzas, también mi respiración flaquea, pero me esfuerzo con mucha necedad para terminar con esto y salir de aquí.

En todo el tiempo que he llevado aquí no había recaído en el silencio fulminante que recorre con indiferencia el recinto cada vez que no me sumerjo en mi propio ruido. Tomo con ira el brazo del sofá y, prácticamente, rasgo el suelo de madera con mi fuerza y su propio peso. Al momento, unos pasos se van entreoyendo desde la lejanía. Comprimo la mandíbula y, ahogando un gruñido, empujo el sofá con impulso hacia la pared. De inmediato me reintegro en la cama, con mi cuaderno sobre mi abdomen, alzándose y bajándose junto a mi respiración. Reposa una capa de sudor en mi frente y varias hojas desperdigadas a mi alrededor. Esta es mi verdadera decrepitud y espero que me haga ver tan derruido como lo está mi propio interior.

La puerta se abre y, junto con ella, pasa la enfermera. El rostro que pone no tiene precio. Cierra la puerta con cuidado y, agitadamente, camina hacia el pie de mi cama.

―Milán, ¿no tomaste tu pastilla?

―La escupí...

La enfermera gruñe, al tiempo que intensifica las líneas bajo sus ojos grisáceos. Tiene unos cincuenta años y se nota que sufre este turno como el peor; quizá hasta tiene familia. Es muy bajita de estatura y su cabello castaño cae hasta sus hombros, cubiertos por su traje azulado. Este exhibe algunas cuantas manchas y arrugas.

―¿Por qué? ¿No has dormido nada? Dios... ―. La enfermera se lleva una mano a la frente, luego gruñe, volteando sus pasos hacia la salida― Está bien, iré por otra.

―¡No! No, por favor. Por favor, se lo ruego ―. Con mis manos hago una señal de oración y le inclino la cabeza, implorándole absolución. Lo hago como si mi vida se me fuera en ello. Estoy desesperado.

―¿Qué?, ¿por qué no? Tienes que dormir por las noches..., ya escribirás durante el día―. Lo dice recayendo en todos los apuntes que tengo sueltos a mi alrededor―. También le diré a alguien que venga a limpiar todo este desorden, de inmediato.

―Por favor, enfermera..., sé que esto es muy inapropiado, pero necesito mi computadora. Creo que está en mi mochila, junto a las demás cosas.

―Tú sabes que tu madre recogió todo lo que era tuyo, Milán, lo siento.

―Solo la necesito para transcribir mi trabajo para un concurso, mañana es la fecha límite...

―Lo siento, pero tú madre se lo llevó todo...

Cuando ella está por retirarse, con una mano en la manija de la puerta, exclamo:

―¡Se lo ruego, necesito cual sea! ―. Capto su atención con mi voz quebrada y tan necesitada de todo cuanto extraño― Si no me deja hacerlo, esto se repetirá. ¡Me intentaré matar otra vez, y otra vez, y otra vez!

Actúo con un desquicio más extenso de lo habitual. Respiro agitadamente y aprieto la mandíbula, hasta que la enfermera, con una mano en la frente, resuelve:

―Está bien, está bien. Pero será rápido.

Mis ojos brillan con ilusión y le dibujo una sonrisa angelical, con paz y alegría.

―Mil gracias, enfermera, gracias, gracias. Se lo prometo.

En sus ojos noto que se arrepiente y que ya está harta de mí.

―No colmes mi paciencia...

El pasillo es oscuro y taciturno. Las ruedas de mi suero arrastran todo lo que me mantiene estable, incluyendo mis pies descalzos y mis reducidas fuerzas, a través de un suelo límpido, liso y apagado. En el silencio me pongo a hablar con Amy, que me va haciendo feliz mientras la enfermera ignora mi presencia y solo me conduce por los pasillos en donde menos personas nos verán transitando. Me río con ella y jugamos a ver sombras, entre el silencioso lugar tan solitario y narcoléptico, donde la brisa sabe a anestesia, y adivinamos sus figuras entre risas furiosas y amistosas, de una irrealidad tan magnífica y refrescante cuando se siente verdadera.

Cuando vamos llegando al último pasillo, cual sé que lleva a la recepción por todas las veces en las que he estado aquí antes ―mis padres traían a Rosemary demasiado seguido...―, siento que estoy tan solo. Se lo comparto a Amy y ella me consuela; me dice que está bien, que ya pasará el dolor. Que tengo que resistir. Que tengo que esforzarme. "Respira y déjalo ir".

No consigo que me dé igual, pero sopeso mis problemas y concibo cuales son mis prioridades. Por lo menos hoy, están delante de mí. Las puedo malear, sostener, y dependen de mí. Por lo menos ahora mi vida depende de quien la vive.



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En el texto hay: crimen, asesinato, madurez

Editado: 26.07.2025

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