Las enredaderas laberínticas de los caminos en El Limbo de Las Almas son confusas incluso para el más precavido. Máximo, aún con toda su habilidad para ubicar su camino de regreso a casa, se siente desubicado. Cada paso que da siente que es para continuar en el círculo; aunque en este punto ya le da igual, se siente débil, como un animal callejero moribundo, y siente que morirá pronto. Aunque llegue o no con Gėlė Devyras.
Desde las partes más sombrías del bosque, húmedo por las últimas lluvias, Máximo llega a sentir que alguien lo está observando; pero asume que es un delirio, síntoma del veneno que se expande desde su brazo y se contagia hacia el resto de su sistema. Máximo suspira. El calor en su piel no lo deja en paz. Tose de forma esporádica y, últimamente, ha empezado a salir sangre de su boca en cada ataque. Sus ojeras y labios se han tornado de un morado galáctico.
El fango bajo sus zapatos es denso y fastidioso; apenas puede caminar. Las ramas, a lo largo de la caminata, le han rasgado todavía más los ropajes. Su cabello blanco cae como cuerdas tensas contra su frente y su cabeza.
Piensa que se hubiera dado por vencido desde hace horas, de no ser porque piensa en su padre y cómo, después de tantos años en los que aquel le instruyó cómo ser El Emperador de La Bruma, se sentiría totalmente decepcionado de él si fracasa. Máximo, en su ya tambaleante orgullo, no lo puede permitir.
Las nubes en el cielo están cubiertas por el follaje del bosque; pero, conforme él avanza, se comienzan a divisar retales de niebla a lo largo del espacio. Cuando él se queda quieto, jura escuchar un rumor violento detrás de la maleza. Anhela correr y buscar su casa, pero tiene miedo de alertar algún posible peligro y delatar su presencia, además de delatar la ubicación de su propia casa. Por suerte, según él, el ruido se va alejando hacia lo profundo: hacia el origen de la bruma.
Las flores consagradas echadas al lodo y las andanzas de espinas atadas entre sí como una maniobra obscena perturban el camino que antes era hermoso. La lluvia, sus vientos, han dejado volar la armonía del pasaje. Ahora, entre el cansancio y la enfermedad, Máximo no consigue sentir más que amargura. "¿Es que mi llama se está apagando?", se pregunta.
No valió la pena dejar de lado el orgullo y aventurarse a salvar a su madre, si al final volverá moribundo. Quién pueda saber si llegue a verla de nuevo. Las mangas de su camisa caen en derrota, suspendidas bajo la gravedad, meciéndose al paso lento. Las amalgamas de sol y niebla martirizan el camino amplio con un calor descomunal. Aquel niño perdido va encontrando la salida del bosque. Las piernas le pesan y su consciencia divaga entre el cansancio absoluto.
Se acerca, deslizando los pies, hasta la entrada. Encuentra las escaleras, creadas con cuerdas atadas a lo alto del tronco del árbol más grande. Eleva un pie, suspendiendo el otro en el cansancio. Su respiración, agitada, va y viene. Vuelve a subir otro escalón. Su sudor va cayendo hacia la tierra bajo su cuerpo. Continúa escalando, alejando su visión de lo profundo, hasta la mitad. La niebla, incluso, lo rodea con más densidad. El mareo le provoca confundir su visión, detrás de una proyección borrosa de colores inconexos.
Las nubes de bruma se paralizan en un solo eclipse del cielo, como rocío de una noche de lluvia, pintando el mundo con un denso vapor vicioso. El frío cala en él al tiempo que se esfuerza por dar el siguiente paso, a pesar del cansancio. Su brazo izquierdo, vendado por las manos de Ventus, le punza con brutalidad. Al apoyarse en una cuerda y alzar la mano, su equilibrio flaquea y pierde el sostén de ambos pies. Su brazo herido se tensa, colgándose y chocando con el tronco del árbol, bajo La Casa del Vértigo.
El rasguño ponzoñoso quema en su piel y se refleja en su rostro. Agita las piernas hasta conseguir apoyarse y aferrarse con su otra mano. Ya en balance, entre el silencio y la niebla, se permite arrancarse del alma un alarido desolado. Apoyado en la madera, empieza a llorar con desconsuelo.
―Maldita sea..., papá ¿dónde estás? ―. Cierra los ojos, lloriqueando, y masculla― Necesito de ti, mamá, por favor.
Máximo encierra el siguiente peldaño entre sus dedos con heridas cicatrizando y, de esa manera, continúa hasta La Casa del Vértigo.
Anhela encontrarse a la asistente personal de su madre, Graži Žibuoklė, y que ella le conduzca a Gėlė Devyras. Máximo se pregunta si este silencio será solemne y si su madre habrá muerto; estaba muy descolorida y débil cuando él se fue, una semana atrás. Desde la miseria de su estado, sueña con dilucidar el rostro de su progenitora entre la bruma al llegar a la cima; pero, como un grotesco desliz del destino, no puede ver nada más que piedras y escombros desperdigados a lo largo del exterior de su casa.
Un escalofrío recorre su cuerpo y cierra los ojos, como queriendo entender mejor una realidad envenenada por alguna esquizofrenia. Máximo sacude la cabeza, refrescándose, y abre los ojos; sin embargo, nada cambia. Resuella, con confusión y un atisbo de miedo.
No hay más que silencio en La Casa del Vértigo; una quietud aterradora, bastante fuera lo común. Los restos de piedra vuelan en cámara lenta a través del vacío, cargando con el equilibrio de la fuente del terror. Desasosegado, avanza con sigilo por el exterior de la casa. El paisaje detrás del balcón le atrae una sensación de nostalgia y deja vu.
Desde el vacío del silencio, las pulsaciones de Máximo aumentan su velocidad hasta el final. El ruido en sus oídos viaja de un lado a otro con una intensidad ensordecedora. Una punzada de dolor le atraviesa la frente y, con su sangre ardiéndole exponencialmente, el miedo, la impotencia y una anómala sensación de ira se apoderan de él. El pulso en sus sienes se va volviendo imposible de controlar, es demasiado agresivo.