Los pasillos de este pequeño supermercado están tan estrechos. El frío se cuela por bajo las mangas de mi suéter y aún se respira la brisa mojada proveniente del exterior. Esta fue una noche lluviosa. La madrugada de hoy, con su amanecer, iluminó todos los charcos dormidos que la lluvia había provocado.
Ha pasado una semana desde que morí junto a la pólvora y la desesperación. Ahora no puedo encontrar un hogar. Rūta avanza junto a mí; pero sin luz, como un meteoroide. Soy la estrella vieja, muerta y vagante, solo recorriendo el mundo con la luz que sobre de un vaivén rutinario; la demás se ahoga entre mi diaria sensación de negligencia y alcoholismo. Supuse que eso me haría sentir mejor; pero ahora me siento tan cansado casi todo el tiempo. Ahora mi cabeza duele como si fuera un condenado. Las luces primitivas del día atentan en mi contra sin conmiseración. El brillo azulado de los pasillos del supermercado, por el contrario, me adormece. Me da ganas de apagarme, tirarme al suelo helado y quedarme ahí por siempre.
Lo de sin metáforas se me está dando mal, cada vez que intento controlar mi caos mental me inunda un profundo miedo. Es como si cada cosa que hiciera estuviera mal y debiera hacer lo contrario, pero nada es suficiente. Nada es cómo debería de ser. He vivido tanto tiempo en mi cabeza que, al salir al mundo real, todo se desmorona y, entre mi campo de visión, silba el viento sombrío del infortunio y del arrepentimiento.
Las bolsas de papitas, los envoltorios de pan, las cajas de cereales, los refrigerados y los vegetales. Rūta camina a mi lado, con un gorro de lana, suéter y gafas de sol. Le até su cabello rubio esta mañana para dejárselo escondido a la luz de la luna. Su mirada ha estado más perdida que nunca últimamente, creo que desde que salimos de aquel almacén y corrimos a escondernos entre los retales de la ciudad.
Nos escondimos en un sucio callejón oscuro, a la izquierda del recodo de una calle abandonada. Nos cubrimos entre nuestra propia ropa para tirarnos a descansar, por lo menos mientras la luz del día pudiera delatar nuestro rastro. En ese momento, ya éramos fugitivos. Ya era yo un fugitivo. Ella aseguró que no volvería a ver ni a su hermano ni a su cuñada. Yo le dije que no dijera eso, con tal de que no perdiera las esperanzas. Esas a veces te pueden poner muy feliz. Intenté sonreírle, entre mi agotamiento, pero no me respondió. Ella ya me miraba con los ojos tristes, decepcionados. Supongo que, para ese entonces, ya había descifrado el tipo de persona que era. El tipo de persona que soy y, aunque rebobine el tiempo a cero, seré por siempre.
No soy un ser social, en absoluto. Si alguien se me acercaba, solo murmuraba tonterías. Muchas personas, que creían que éramos hermanos, se nos acercaban preguntándonos por nuestros padres. Yo siempre mentía y decía que volverían más tarde, que eran muy pobres y eso; tonterías. Siempre miento usando la misma ineptitud. Nuestra situación era nefasta: solo conseguí dormir veinte minutos y me sorprendió muchísimo que Rūta continuase ahí para mi despertar. Tenía los ojos cerrados y exhalaba el aire con lentitud, conteniendo sus ganas de llorar. Siempre intenté ser positivo; pero, en aquel momento, supe que debíamos irnos.
Necesitábamos dinero y ella no podía ser distinguida como la niña desaparecida. Solo la conduje por las sombras urbanas; sin embargo, cualquiera podría identificar sus facciones con aquella niña que apareció en una infinitud de noticieros. Tuve cuidado y traté de que fuera muy pegada a mí, de preferencia usando mi cuerpo como pared. Algunas personas, la mayoría de aquellas que pasaban por un apuro imprevisto a través de aquella nulamente transitada calle, nos dieron limosna. Con ellas compré las gafas y algunos bollos con salchicha. Las mismas gafas oscuras que ella lleva ahora mismo.
Supe que debía conseguirnos dinero. Pude pensar en robar, si no fuera tan medroso y tembeleque. Rūta me reveló que, cuando su hermano no tenía dinero, él le lavaba el auto a su vecina de departamento. Entonces, como una revelación, recordé que Audra ya no entraría más allí. Para mi pesar, era obvio que cada persona que pasase por allí reconocería a Rūta. A partir de entonces, me puse a pensar en lugares que mis conocidos tuvieran olvidados para ir a escondernos. La bodega de mi familia sería un lugar ridículo; la policía la tendría vigilada ya que ya era sospechoso de las investigaciones: por Antanas, Audra, Dovidas, Rūta, la clínica. Ya es desalentador pensar en qué tanto mal he hecho en tan poco tiempo.
En la zona de carnes, enfrentando al impasible azote del ambiente gélido, me quedo viendo al aparador un rato, haciéndome agua la boca con la carne que desde hace días no pruebo. En el lugar en el que terminamos nunca hubo carnes rojas; preferían las carnes blancas y las verduras.
En la escuela, creo que, en el comedor, el primer día que Alana me hablaba de unas fotos que les tomó a los gamos, a los conejos y a un águila, mencionó que su familia tenía una cabaña que no utilizaban más que durante las vacaciones y en algunas que otras expediciones. Juraba que era sincera aquel día, así que, considerando mis posibles soluciones, me arriesgué a dirigirnos al bosque noroeste, atravesando la misma carretera que nos llevó hasta aquel callejón que se hizo un lugar entre nuestras pesadillas.
Recorrimos la ciudad. Al llegar al lado de aquel callejón, nos indicamos evadir la mirada, no respirar y cruzar a la otra acera. Al principio, la tomé de la mano y así caminamos. Después, cuando ella se cansó tanto, la tuve que cargar. Mis piernas flaqueaban y mi cabeza dolía como el demonio. Era cuestión de tiempo para que no pudiera más y me tirara en la acera a entretejer mil noches de sueño.