La Villa de la Desesperación

Capítulo 9

En un paseo histórico de Vilna, mientras se asienta la noche, pero bastantes farolas siguen encendidas, concluyo La Villa de la Desesperación. Con sellos ideales de tinta, mis sueños se retiran, en paz, muy lejos de aquí. Suspiro, agotado, con la cabeza doliéndome, pulsando, y alzo los brazos para estirarme.

―Y, ahora, ¿qué sigue? ―pregunta Amy, susurrándome.

―Creo que ya es momento de que vuelva, a esa aventura que imaginé en tu mundo.

Amy sonríe con intensidad, ruborizándose, y exclama:

―No puedo esperar para verte. Mejor voy y preparo el lugar ―. Vacía sus pulmones y empieza a rescatar las mismas palabras que yo escribí en su momento―. Te encantará el jardín, es tan amplio como una depresión volcánica. El canturreo aviar, que es recurrente, hasta eterno, rebota como un eco excitado entre el follaje de los mil o más árboles.

―Claro..., Amy... Gracias.

Mis ojos se llenan de lágrimas, recayendo en mi terrible soledad. Ya casi no queda gente en el recorrido, los pocos que hay pasan sin recaer en mi presencia. Admiro mi cuaderno durante unos largos instantes, ubicado en la última página, donde escribí el final. Sonrío con nostalgia. Surco las páginas como barajeando una mano de cartas y, al terminar y cerrarse, aferro La Villa de la Desesperación, llevándola a mi pecho, para abrazarla, llorando, hasta que la oscuridad me aprehenda por completo.

Caminé hasta mi casa durante el apogeo de la medianoche y llegué cerca de la una de la madrugada. Arrastro la bolsa que traje de la cabaña de Alana en el bosque; pero que, sin embargo, escondí fuera de su vista durante mi estancia en su cuarto. Entonces, después de confesarle mis intenciones de descansar durante un tiempo ―verdad más-menos―, la volví a besar con necesidad. Me entristecía la realidad, así que no quise detenerme. Fue hasta que se hicieron un poco más de la diez que, consideré yo mismo, emprender mi camino de nuevo. La besé una última vez en la entrada de su casa, antes de abrir la puerta y, terminando, la abracé. Después de tantas sensaciones en su compañía, el abrazo de amigos fue lo más reconfortante. Doy la bienvenida a una abstinencia de amor, después de una despedida final, que me hizo un alma, andando en vida, conservando su brillo.

Llego a mi patio, creyendo que todas las luces se habrían apagado y que nadie recaería en mi llegada. Estuve tan equivocado sobre la iluminación: todo está encendido, desde la luz de la cocina, avistándose desde la ventana principal que conecta con el exterior, hasta la luz del invernadero. Sobre la vigilancia, no lo sé, parece que no me están esperando; sin embargo, alcanzo a divisar la figura de mi madre rumiando por el invernadero. Me hace arquear una ceja, confundido, y preguntarme si debería ir, arriesgándome a perder mi tiempo de nuevo, o si marcharme a cumplir mi objetivo.

Entonces, realizo en que mi objetivo, además de Laura, está en ella. De todas formas, creo que hubo un tiempo en el que éramos felices. Ay vida, cómo quisiera ir a una galería de arte, de la mano de ella, una vez más. Cuando estábamos en Estados Unidos, no me perdía ninguna de sus exposiciones. Era muy pequeño cuando empezamos esa tradición. Gracias a que ella me acompañaba, descubrí que tenía una visión artística. Sin ella, mis letras jamás hubieran existido.

Entro, en sigilo, al invernadero. Cuando Laura seleccionó esta casa, tomó este lugar demasiado en cuenta. Ella supuso que este podría ser el mejor refugio para mamá, para que escondiese su fragilidad. Cómo funcionó. Todo este pérfido ansiolítico la protege, lejos de lo inhumano.

Ella está sumergida entre el follaje. Me dejo guiar por el rumor de sus pasos. Entre ramas, hojas y flores, no escucho nada más que el susurro de mi propio aliento caliente. Presencio mis emociones, como quien ve el infierno en vivo por televisión, y las intento ordenar como quien deshilacha tejidos de urdimbre. Camino sobre la hierba cortada como si flotase, colocando primero la bola del pie para proteger mi sigilo, e impulsándome sin presionar los dedos de los pies contra el suelo.

Cuando tengo a mi madre muy de cerca, envuelta en su delantal caqui de jardinería, sin sus audífonos, pero muy concentrada en lo que hace, piso entre mi despiste una rama abandonada que cruje tan fuerte, hasta hacer doler mis tímpanos.

Mamá voltea de inmediato, defensiva, y su mirada al verme, en lugar de tranquilizarse, se ahoga de decrepitud. Creo que no esperaba que su mala hierba, entremedio de la noche, se apareciera en su precioso jardín.

―Hola, mamá ―. Termino por decir, para sacarla de su parálisis. Me quedo perdido y, de súbito, el miedo me secuestra. Tiemblo y voy divagando la mirada, que, como lo que fue vencido, perdió toda su fuerza.

―¿Q-qué pasa? ¿P-por qué lloras?

―Lo siento...

Me pasos las mangas del suéter frente a los ojos, abatido por la desesperación y la impotencia. Me niego, en absoluto, a observarla.

―Sé que ya no me amas..., pero quería decirte que... una parte de mi corazón te sigue buscando. Por más que pase el tiempo, tú no puedes estar desaparecida para mí, ni siquiera he conseguido aborrecerte. Te quiero, pero en este punto es un amor que me hiere y es lamentable, como una estrella fugaz que quiere, persigue, el cielo de mañana. Soy tontísimo, aún más con toda esta perorata metafórica; pero es así.

Obligado, retomo su mirada, solo para despedirme con una vista frívola, libre de palabra. Cuando me quiero retirar, por fin y nunca volverla a ver, pagándole todas esas palabras de amor que, como madre, me ha secuestrado durante meses, ella pronuncia mi nombre.




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