La Virgen Madre

Capítulo 1. Brisa helada.

Anastasia.

El aire de la terminal de Laredo vibraba con el ir y venir de la gente, lo cual contrastaba estridentemente con la quietud que embargaba mi alma.

Cada anuncio por los altavoces resonaba como un eco de mi propia incertidumbre, mientras mis ojos se clavaban en las vías, esperando la llegada de ese tren que me llevaría lejos de todo lo conocido.

California... La palabra sonaba lejana, casi irreal. En mi mente, la imagen de la mansión de David Walton se alzaba imponente, un mundo ajeno al mío.

Carmen, la buena amiga de mi madre, había tejido este hilo de esperanza: un empleo que prometía mejorar nuestras vidas. Sin embargo, una gran de inquietud oprimía mi pecho.

¿Qué me esperaría en ese nuevo destino bajo el techo de un hombre tan poderoso e influyente? Solo el traqueteo del tren al detenerse pudo, por un instante, desplazar mis pensamientos, anunciando el inicio de un viaje que sentía trascendental y cargado de un futuro tan incierto como inevitable.

El áspero resfriado de mamá resonaba en mis oídos incluso en medio del bullicio de la estación. Su cuerpo, antes fuerte y dedicado a las ollas humeantes de aquella explotadora fábrica de Escobares, se consumía día a día. La pobreza nos había tejido una mortaja invisible que limitaba cada uno de nuestros movimientos.

En mis manos, las pocas monedas que me quedaban eran un recordatorio constante de nuestra fragilidad. El billete de tren a California representaba la última esperanza, un hilo delgado al que me aferraba con desesperación, consciente de que no había vuelta atrás.

El murmullo de la terminal se desdibujaba mientras mi mente recordaba el rostro cansado de mi madre. La tristeza era una sombra constante, pero en algún rincón de mi corazón persistía una pequeña llama.

Este viaje, este nuevo trabajo lejos de nuestra miseria, tenía que ser la respuesta. Tenía que brindarme la fuerza y los medios para aliviar su sufrimiento y, quizás, por fin, escribir un nuevo capítulo en nuestras vidas. Esa esperanza, aunque frágil, era mi único valioso equipaje.

El traqueteo del tren al arrancar me sobresaltó. Con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho, me aferré con más fuerza a mi bolso raído y a la pequeña maleta que contenía todo mi mundo.

La sensación de vulnerabilidad era abrumadora, la soledad, un eco frío. Pero entonces, la imagen dulce y preocupada de mamá, de Belén, mi faro, llenó mi mente.

Por ella, por su corazón enfermo que tanto me necesitaba, estaba dispuesta a enfrentar lo que fuera. Cada kilómetro que nos alejaba de Escobares era un paso más hacia la posibilidad de conseguir el dinero para su tratamiento.

Esa era mi única meta, mi juramento silencioso mientras el paisaje comenzaba a difuminarse a través de la ventana.

El mundo exterior se movía borroso, como un torbellino de colores apenas percibibles. Mis ojos estaban fijos en ese horizonte que se abría ante mí, un camino incierto pero lleno de silenciosas promesas.

Una fuerza desconocida brotó desde lo más profundo de mi ser, una determinación férrea que acalló por un momento mi miedo. Y entonces, las palabras salieron de mis labios en un murmullo apenas audible: una promesa sagrada tejida con desesperación y amor.

—Te ayudaré a sanar, madre. Lo juro por Dios que te sacaré de Escobares.

*****

David.

California.

El frío de la lápida calaba hasta mis huesos, un escalofrío que nada tenía que ver con la lluvia helada que azotaba ese cementerio desolado de California. Helen... Su nombre grabado en la piedra era una cruel burla a la calidez que ella irradiaba, al hogar que habíamos construido juntos y que ahora se sentía como un cascarón vacío.

Las lágrimas se deslizaban sin control formando un torrente amargo que se unía a las gotas grises que empapaban la tierra. Todo a mi alrededor parecía marchito, sin vida, un reflejo exacto del vacío que había dejado Helen al marcharse.

Mi mundo se había apagado con ella, y aquí, bajo este cielo plomizo, solo quedaba un eco helado de la felicidad que una vez conocí.

—Helen, mi amor... —susurré, con la voz quebrándose como cristal—. Cada amanecer es una puñalada en el corazón, cada noche una tortura interminable. No puedo asimilar que ya no estés, que tu risa se haya silenciado para siempre. El mundo sigue su curso indiferente, pero el mío se detuvo en el instante en que te fuiste. ¿Cómo se vive sin el aire que se respira, sin la luz que guía los pasos? Eras mi faro, mi confidente, el latido constante de mi corazón. Ahora solo queda este silencio helado, esta sombra perpetua que nada, absolutamente nada, parece capaz de disipar.

Un nudo apretaba mi garganta y me asfixiaba lentamente. El dolor era un peso insoportable sobre mi pecho, una ancla que me hundía en un abismo de desesperación. Me sentía desarraigado, como un espectro vagando por los restos de una vida que ya no existía.

Era como un barco azotado por la tormenta, sin timón ni vela, a la deriva en un océano salado de lágrimas, sin la más mínima luz de esperanza en el horizonte.

Cada mañana era una batalla silenciosa para levantarme de la cama, un esfuerzo inmenso para llenar el vacío que había dejado Helen. Mi corazón, un eco apagado de su alegría, solo latía débilmente ante la persistente imagen de nuestro sueño truncado: tener un hijo.




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