Al día siguiente...
—David, ¿a dónde te diriges con tanta premura? —inquirió Olivia, mi hermana, con un tono que denotaba preocupación.
—Al despacho, como de costumbre —repliqué, dejando escapar un suspiro que revelaba mi impaciencia.
—A veces creo que olvidas la necesidad vital de inspirar y expirar. ¿No podrías tomarte un momento para serenarte y recobrar energías? —sugirió Olivia, con una suavidad que contrastaba con mi agitación.
—No tengo tiempo para esas cosas —respondí sin detenerme.
—La vida no se reduce únicamente a las obligaciones laborales, David. Sería beneficioso que te dieras un respiro, que hagas una pausa en tu incesante actividad —insistió Olivia, tratando de persuadirme.
—¿Un respiro? ¿Y malgastar valiosos minutos en ello? Tengo prioridades más apremiantes que atender en este momento —manifesté con firmeza, sin admitir réplica.
—Quizás la atención y el cuidado personal sean lo que realmente importa, David —reflexionó Olivia con una mirada penetrante.
—En las actuales circunstancias, ni puedo ni quiero considerar esa posibilidad —afirmé, sintiendo el peso de mis responsabilidades.
—No obstante, deberías hacerlo. La vida trasciende la mera acumulación de deberes y exigencias —me recordó Olivia con dulzura.
—Ya lo consideraré en el futuro, Olivia. Ahora debo irme —dije mientras alcanzaba la puerta.
—Cuídate, David. Aunque te resulte difícil de creer, me importas mucho.
—Lo sé. Agradezco tus palabras —murmuré, esbozando una tenue sonrisa antes de salir, consciente de que, en medio de mi vorágine diaria, sus preocupaciones eran un faro de afecto genuino.
Antes de salir por la puerta, eché una fugaz mirada a Olivia, consciente de que la vorágine del día nos mantendría separados hasta bien entrada la noche.
Nuestras miradas se encontraron por un instante, un breve cruce de ojos que desveló una tácita comprensión, una suerte de complicidad fraternal teñida de una sutil nostalgia ante la inminente ausencia.
Sin necesidad de palabras, le di un leve movimiento de cabeza, un silencioso adiós antes de encaminarme sin dilación hacia el automóvil que estaba en la puerta.
El conductor, que vestía un pulcro traje oscuro, abrió la puerta del coche con una reverencia discreta. Me acomodé en el asiento trasero y sentí la familiar calidez del hogar, pero esta se veía reemplazada por la anticipación ante las múltiples tareas y decisiones que me aguardaban en la oficina.
Mi mente ya comenzaba a trazar planes y estrategias, enfocándose en el torbellino de la jornada laboral que estaba a punto de comenzar.
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Desde el umbral, Olivia siguió con la mirada la puerta que se cerraba, mientras veía cómo la silueta de David se difuminaba tras ella. En ese instante, Carmen se acercó sigilosamente y su mano cálida y reconfortante se posó suavemente sobre el hombro de Olivia, transmitiéndole un apoyo silencioso ante la marcha de su hermano.
—Lo echas de menos, ¿verdad? —observó Carmen, la diligente ama de llaves, con una mirada comprensiva.
—Más de lo que puedes imaginar, Carmen. Desde que Helen se marchó, él... simplemente no es el mismo hombre —confesó, dejando traslucir la profunda preocupación que la embargaba.
—Lo sé, mi niña. El duelo es un velo denso que oscurece el alma —asintió Carmen, con la sabiduría que dan los años.
—Y ahora, esta obsesión... la búsqueda incesante de una figura materna sustituta para los niños. ¿Acaso no se da cuenta de que se está desdibujando, perdiendo su propia esencia en esta búsqueda? —expresó, frustrada y triste.
—Su sufrimiento lo tiene cegado, Olivia. Pero tú estás aquí, irradiando tu propia luz. Tú eres su guía —la reconfortó Carmen con una calidez maternal.
—¿Será suficiente, Carmen? A veces siento que se me escapa entre los dedos, que ambos nos estamos perdiendo en este laberinto de dolor y obsesión —admitió, con la voz quebrada por la angustia.
—Olivia, mi niña, sé que tu corazón está afligido por David, pero tengo una noticia que quizá te alegre. Anastasia, la joven de la que te hablé, llegará en unas pocas horas —anunció Carmen, tratando de aliviar la inquietud de Olivia.
—¿Anastasia? Ah, sí, la nueva empleada. Me alegro mucho, Carmen —respondió, acogiendo la noticia como un pequeño rayo de esperanza.
—Es una chica muy competente y dedicada a su trabajo. La conozco desde que era una niña y te aseguro que es una persona en la que puedes confiar plenamente —afirmó Carmen, respaldando su recomendación con su conocimiento de años.
—Si tú la recomiendas, no me cabe duda. Siempre has tenido un don especial para juzgar a las personas —reconoció ella, agradecida por su criterio.
—Ella necesita este empleo y necesitamos ayuda con todo lo que hay en esta gran mansión. Estoy segura de que se llevarán muy bien —predijo Carmen, con optimismo.
—Estoy segura de que así será. Gracias, Carmen. Me reconforta la idea de tener una cara nueva en la casa —dijo, sintiendo un ligero alivio ante la perspectiva de un cambio.