La virreina

Capítulo 10. La virreina toma acción

La noche había sido muy larga y todos se encontraban agotados. Pero no había tiempo para dormir, dado que todavía debían rescatar a la princesa y averiguar quién estaba detrás de toda esta operación.
Fue así que, apenas salió el sol, Adriano y Aramí procedieron a irse a Solares, donde los infantes aseguraron que tenían retenida a la princesa.
— Es un edificio de rocas, sobre una meseta – explicó Marco.
— Nos tenían en el subsuelo, pero sospecho que a nuestra prima la trasladaron de lugar – dijo Matías.
Adriano tomó nota de los testimonios dados por los chicos y comenzó a hacer los rastreos con el mapa holográfico, mientras iban en helicóptero hacia el lugar.
Esta vez, Ruth no los acompañó debido a que le encomendaron la pesada tarea de cuidar de los infantes. Ella se molestó con esto porque no estaba dispuesta a ser la niñera del grupo. Sin embargo, Adriano se mantuvo firme en su decisión y le explicó:
— Usted es una civil, ya de por sí fue riesgoso llevarla en ese acantilado repleto de depravados sexuales. Si quiere limpiar su imagen, entonces cuide de los niños y obtendrás el reconocimiento de la reina.
— ¡No quiero su reconocimiento! ¡Quiero mis tierras! – dijo Ruth – como sea, si con eso logro limpiar mi imagen, lo acepto.
Aun recordaba esa discusión, pero en el fondo, prefería estar con ella que con la condesa Aramí. Desde esa pelea fuerte que tuvieron en el hospital, casi no le dirigía la palabra. Apenas respondía con un “Sí” o “Ok” y se la pasaba conversando con los escoltas de la princesa. Supuso que el saber que él era un nativo fue un golpe tan duro, que no podía soportarlo.
Durante el traslado, recibió una llamada de Ludovica. Activó el dispositivo y, al ver su rostro proyectado, le dijo:
— ¡Su Excelencia! ¿Pasó algo?
— Solo quería avisarte que tengo monitoreado el lugar – le dijo Ludovica – pero hay un problema: están por abandonar el edificio.
— Descuida, ya estamos cerca – le aseguró Adriano – como vamos en helicóptero, los alcanzaremos rápidamente. Además, tenemos los propulsores para que los soldados rodeen cada vehículo, en caso de que decidan distribuirse por grupos para despistarnos.
— Ten cuidado. Podrían usar a la rehén como escudo para que no disparen o tenderte una trampa. Eres más valioso de lo que piensas, Adriano, así es que si pasa algo, prioriza tu seguridad primero. Tomaré la responsabilidad si fallamos la misión.
Cuando se cortó la comunicación, Adriano se llevó una mano en la frente, como un intento de paliar el terrible dolor de cabeza que sentía en esos momentos. La condesa Aramí presionó los labios y miró por la ventanilla, luciendo realmente preocupada por cómo se iban desarrollando las cosas.
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Tras enterarse de lo sucedido en el Acantilado de la muerte, el capitán Lucio le dijo a Jacinta:
— Esa virreina no se anda con rodeos, es de las que toman acción a la primera. Por ahora, vigila a nuestra invitada de honor mientras yo me encargo del resto.
— Entendido, señor – dijo Jacinta, sorprendida de ver a su capitán bastante serio, algo inusual en él debido a que siempre fue un hombre relajado - ¿Puedo saber qué planea hacer, exactamente?
— Ya lo verás, querida – le respondió Lucio, mientras le daba un beso en la mejilla – te lo explicaré a su debido tiempo.
Cuando Jacinta se retiró, el capitán Lucio se acercó al garaje interno del edificio. Ahí, había cinco vehículos con capacidad para ocho personas en cada uno. Sin embargo, en cada auto solo habría dos hombres y una mujer. Las mujeres estaban siendo amarradas sobre el techo, con las cabezas mirando hacia arriba para ser visualizadas desde las alturas. Lucio sonrió, sintiéndose un genio al planear aquella brillante distracción para burlar a las fuerzas especiales de la virreina.
— Bien, muchachos, dense prisa – dijo Lucio, dando un par de aplausos – tienen un largo camino que recorrer y no queda mucho tiempo. recuerden separarse en diversos puntos y, así, confundirlos a todos. ¿Entendido?
— ¡Entendido, capitán! – dijeron todos, al unísono.
Una vez finalizada las indicaciones, Lucio salió del garaje, dando unos silbidos improvisados.
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Dentro del helicóptero, los soldados y escoltas se equiparon con las mochilas propulsoras para abordar los vehículos de los secuestradores de forma sigilosa y, así, evitar lastimar a la rehén.
La condesa Aramí, quien veía todo el panorama con sus binoculares, vio a una hilera de vehículos saliendo de la guarida del capitán Lucio. Pero entonces se percató que, sobre los techos de cada coche, colocaron a una persona amarrada y con sus rostros cubiertos por máscaras.
— ¡Esos rufianes! – masculló Aramí - ¡Están creando cebos para que no consigamos identificar a la princesa!
— ¿Cuántos son? – preguntó Adriano.
— Son cinco – respondió Aramí, olvidándose momentáneamente del prejuicio que sentía por el guardaespaldas de la virreina.
— Bien. Con nuestros hombres podremos abordarlos, dado que son dos soldados míos y tres escoltas de la princesa. Al menos uno de ellos terminará acertando.
Tanto Adriano como Aramí autorizaron a los valientes hombres a seleccionar un vehículo cada uno. Ya con los propulsores equipados en sus espaldas, se lanzaron del helicóptero y procedieron a cumplir con la misión.
Cada chofer comenzó a pisar el acelerador al notar que eran perseguidos. Los copilotos tenían un repertorio de metralletas, con los cuales podrían disparar desde la distancia a sus perseguidores. Si bien los soldados llevaban sus armaduras, debían tener cuidado con los propulsores dado que, si una de esas balas de plomo acertaba al motor, se estrellarían contra el piso. Uno de ellos, incluso, comenzó a hacer varias piruetas para confundir a sus atacantes.
Mientras se daba esa persecución, Adriano también se equipó con una mochila propulsora y le dijo a Aramí:
— Bajaré e iré hasta la fortaleza a pie para ver si no quedó nadie ahí adentro. Tú quédate en la nave hasta que dé la señal. ¿De acuerdo?
— De acuerdo – dijo Aramí, quien por cada segundo que pasaba, se sentía más nerviosa.
Adriano saltó por los aires y activó el propulsor, dirigiéndose al lugar. Pero en vez de ingresar al edificio por alguna de las ventanas, aterrizó suavemente entre unas elevaciones situadas a unos cuantos metros. Algo le decía que el capitán Lucio o algunos de sus subordinados todavía seguían ahí adentro. Y en caso de que no estuvieran, por lo menos podría recopilar pistas sobre sus integrantes y los planes que tendrían con la princesa.
Cuando procedió a avanzar, un sujeto extraño se abalanzó sobre él y extendió su machete para romperle el cráneo. Adriano, quien llevaba un casco, logró resistir el golpe. Se maldijo a sí mismo por ser tan despistado, pero ya no volvería a pasar.
— ¿Quién eres? ¿Trabajas para el capitán Lucio? – le preguntó Adriano.
El hombre no respondió. Solo atinó a alejarse unos pasos, tomar una pistola de plomo y dispararle en el pecho.
Adriano esquivó los disparos y activó el propulsor para elevarse por las alturas. Pero el sujeto le disparó directo en el motor, provocando así que dejara de funcionar y terminara por desplomarse en el suelo.
Por suerte, no sufrió ninguna fractura y logró levantarse de inmediato. El sujeto lanzó su pistola a un costado y volvió a tomar su machete para atacarlo de frente. Adriano llevaba consigo un largo puñal que solía usar en esa clase de enfrentamientos. Así es que lo desenvainó y logró bloquear el ataque. Pronto, los filos de las armas comenzaron a chocar, haciendo mucho ruido que invadió ese lugar aislado.
Gracias al riguroso entrenamiento militar que recibió Adriano, le fue sencillo someter a su contrincante y dejarlo fuera de combate.
Para asegurarse de que no lo atacara más, le ató las extremidades y lo recostó sobre una roca. Planeaba interrogarlo para saber en cuál vehículo se encontraba la princesa y, así, mandar el mensaje a sus soldados para apuntar al objetivo correcto.
— Dime quién es la verdadera – le preguntó Adriano - ¿En cuál de los coches se llevan a la princesa?
El bandido comenzó a reír. Adriano le dio dos bofetadas en cada mejilla y bramó:
— ¡RESPÓNDEME!
— De verdad los guardias de la virreina son unos estúpidos – le dijo el bandido, sin dejar de sonreír pese al dolor - ¿De verdad pensaron que el grandioso capitán Lucio iba a ser tan predecible como para llevarse a la princesa en uno de esos coches?
Apenas dijo esas palabras, la guarida del capitán Lucio explotó.
Adriano logró cubrirse detrás de la roca, junto con el bandido amarrado. Si no fuera por los amortiguadores internos de su casco y los tapones que se colocaba en los oídos para evitar escuchar en su totalidad los disparos, se habría quedado sordo. Pese a todo, el impacto le provocó el aumento de su jaqueca, llevándolo así a ver estrellitas.
La condesa, quien presenció la explosión desde las alturas, programó el helicóptero para aterrizar y ver qué demonios había pasado.
— ¡Maldición! – dijo, una vez que salió de la nave - ¡Seguro esos bandidos intentaron borrar las evidencias! ¡Pero no permitiré que se salgan con las suyas!
Activó sus drones de espionaje y los hizo recorrer por los alrededores, con cuidado de que no se dirigieran directo al fuego.
Vio a lo lejos a Adriano, oculto tras las rocas. Así es que se acercó hasta él y le preguntó, en voz alta:
— ¿QUÉ PASÓ AQUÍ? ¿PUEDES ESCUCHARME?
— ¡SI! ¡TE ESCUCHO! ¡NO ESTOY SORDO! – le respondió Adriano, también a gritos.
— Pues no parece – murmuró Aramí, alzando una ceja.
En eso, Adriano y Aramí recibieron las llamadas de sus respectivos hombres.
Adriano le preguntó a su soldado:
— ¿Consiguieron capturarlos?
— Si, lo logramos – le respondió – los reunimos a todos en un mismo lugar, pero tenemos malas noticias: ninguna de las chicas que iban por el techo de los coches es la princesa.
Aramí, quien también recibió el mismo informe del escolta, pegó un grito al cielo:
— ¿Cómo es eso posible? ¿Revisaron bien sus rostros? ¿No hubo manipulación genética?
— Lo revisamos todo, señora – le respondió el escolta de la princesa – fue un engaño para distraernos.
— ¡Diablos!
La joven pateó el suelo y lanzó un repertorio de palabrotas que jamás se dignaría a decir en la corte. Adriano observó el edificio recién destruido y, luego, al bandido. Escupió al suelo con rabia, lo tomó del cuello de su camisa y, sin importarle si se quedó sordo o no, le dijo:
— ¡Tú vendrás conmigo! Y más vale que nos digas dónde la tienen o te arrepentirás de haber nacido.
Los drones regresaron junto a su dueña. Aramí analizó los datos desde su dispositivo. Debido a que gran parte de la evidencia quedó entre las llamas, no logró recabar demasiada información para saber qué sucedió en las últimas diez horas. Sin embargo, los aparatos detectaron unos rastros de calor extras, que se dirigían hacia una misteriosa gruta subterránea, la cual no figuraba en los mapas.
— Se llevaron a la princesa delante de nuestras narices – dijo Aramí – aun puedo seguirles el rastro con los drones, pero debemos actuar rápido y también hay que interrogar a los rehenes. ¡Fue una trampa! ¡Maldita sea!
— ¿Por qué no envías a uno de los escoltas a que vaya a seguir el rastro, junto con los drones? – le sugirió Adriano – no será necesario que vayamos todos, con que uno se adelante basta y sobra. Si pasa algo, que contacte con nosotros para actuar de inmediato.
Aramí dio un largo suspiro. Su orgullo le impedía tomar la sugerencia de Adriano, pero sabía que no podía seguir siendo tan quisquillosa con ese asunto. Así es que, después de dar un bufido, contactó directamente con uno de los escoltas. Cuando fue atendida, le ordenó:
— Necesito que sigas un rastro, pero no te acerques demasiado para que no te perciban. Los drones te proveerán de información, solo limítate a observar y, cuando los encuentres, avísanos y espera más instrucciones. ¿Entendido?
— Si, señora. Entendido – le respondió el escolta, antes de cortar la comunicación.
Cuando los soldados regresaron con los bandidos capturados, todos fueron apilados encima de las rocas, con sus extremidades atadas. Adriano procedería con las interrogaciones y, debido a su mal humor, no estaba dispuesto a tener consideración con nadie.




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