La virreina estaba redactando unos informes sobre lo sucedido en las últimas horas, cuando recibió la llamada de su fiel confidente.
— ¿Sucedió algo, Adriano? – le preguntó Ludovica.
— Es tal como me lo dijo, excelencia – le respondió Adriano – la señora Rosana está detrás de todo esto.
Ludovica tardó un rato en responder. Solo pudo llevarse una mano en la frente y dar un fuerte resoplido. La imagen holográfica de Adriano reflejaba lo agotado que estaba y que, claramente, se encontraba al límite. Pero no podía mandarlo a descansar, debido a que necesitaban recuperar a la princesa antes de que la reina se enterara de lo ocurrido.
— La operación falló – dijo un resignado Adriano – el capitán Lucio nos tendió una trampa y quedamos como tontos. Mis hombres están agotados, pero si usted considera que es mejor continuar, acataremos su orden.
— ¿La condesa Aramí está con ustedes? – le preguntó Ludovica.
— Sí, está la señora – la expresión de Adriano fue de desagrado, pero omitió cualquier comentario - ¿Desea hablar con ella?
— Sí, lo necesito.
Adriano se acercó a Aramí y le pasó el dispositivo. Esta, olvidando sus modales, le dijo:
— ¿Qué es eso de forzar a tu hermana de conspirar contra la Corona? ¡Me niego a creer que la señora Rosana cometa tal traición al Gran Reino! ¡Siempre fue leal a nosotros!
— Lo que dices no tiene sentido – le dijo Ludovica – Sabes bien que mi hermana y no nos evitamos. Así es que, ¿cómo piensas que podría “forzarla” a hacer algo así? ¡Todo esto lo hizo por voluntad propia!
— Mientes – dijo Aramí, aunque comenzó a sonar poco convincente porque no tenía cómo demostrar su postura – ya lo verás, le notificaré a su majestad de todo lo sucedido y la ineptitud que usted y su equipo demostró en toda la operación. ¡Te voy a arruinar!
Ante esas duras palabras, cortó la comunicación.
Ludovica apoyó pesadamente la espalda por el espaldero de su asiento, sintiendo que su cabeza le daba vueltas. En el fondo, deseaba terminar con todo eso para, al fin, liberarse de la mira de la reina. Tenía todavía mucho que hacer para arreglar las cosas en el virreinato y sabía que, si se la pasaba gastando sus recursos en el rescate de la princesa, solo aumentaría el descontento del pueblo.
Mientras se debatía internamente cuáles debían ser sus prioridades, un guardia de la fortaleza entró a su oficina y le informó:
— Su excelencia, la señorita Ruth salió del hospital con los infantes.
— ¿Sabes hacia dónde se dirigieron? – les preguntó Ludovica.
— Creemos que fueron al mercado. Descuide, tenemos todo monitoreado.
— Bien. Cuando los encuentren, escóltenlos hasta aquí. Si se resisten, no duden en aplicar la fuerza, de ser necesario.
— De acuerdo, su excelencia. Así se hará.
Cuando el guardia se retiró, Ludovica recibió otra llamada, pero, esta vez, de la condesa Aramí. Como creyó que se disculparía por lo de antes, decidió atender. Pero, en lugar de eso, escuchó que le formulaba la siguiente pregunta:
— ¿Dónde están los infantes? Intenté contactar con la señorita Ruth, pero no responde.
— La señorita Ruth salió con los infantes al mercado – le respondió Ludovica, con calma – los tenemos monitoreados, no irán muy lejos.
— ¿Pero cómo les dejaron que salieran del hospital? – dijo Aramí, poniendo los ojos en blanco - ¿De verdad no ven el peligro de dejar a unos miembros de la realeza junto con una líder rebelde que aguarda su oportunidad para apuñalarnos por la espalda? ¡Se acabó! ¡Hablaré YA MISMO con la reina para que la despida y la reemplace por otra! ¡Adiós!
Una vez que se cortó la llamada, Ludovica hizo algo que jamás creyó que haría en su vida: golpear la mesa con sus puños cerrados.
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Adriano de verdad se sentía agotado. No había dormido bien desde la operación rescate en el Acantilado de la Muerte. Incluso sus soldados lucían cansados, pese a que se esforzaban por aparentar lucir bien para que no los desecharan en la misión.
Mientras se encargaban de vigilar a los bandidos capturados para trasladarlos en prisión, la condesa Aramí contactó rápidamente con la reina para explicarle lo sucedido. No se guardó ningún detalle de los últimos acontecimientos y reflejó, una vez más, su repudio contra los habitantes de la península.
La reina quedó consternada por el secuestro de su hija y el paradero desconocido de sus sobrinos, pero se molestó aún más con la condesa por no notificarle a tiempo de un asunto tan importante y acatar a la orden de la virreina de mantenerla al margen.
Pese a todo, mantuvo su compostura y le dijo:
— Condesa Aramí, le autorizo a usar sus propios recursos para rescatar a mi hija y le ordeno que, a partir de ahora, esa sea su máxima prioridad. Cuando lo logres, avísame con antelación y espera mis órdenes. Haz lo que sea para recuperarla, no me importa si debas ingresar en las casas de los sospechosos sin orden de allanamientos. Quiero a mi hija de vuelta.
— Como usted ordene, majestad – dijo la condesa Aramí – le prometo que le traeré a su hija a salvo.
Una vez finalizada la llamada, la condesa se acercó al guardaespaldas de la virreina y le informó:
— En vista de los resultados de esta fallida operación, me vi forzada a comunicarme con la reina y ella decidió que tus servicios ya no serán necesarios. A partir de ahora, yo y los escoltas de la princesa nos encargaremos del rescate. Pero no creas que se librarán de mí tan fácilmente, así es que más les vale que se centren en capturar a esa atrevida rebelde y localizar a los infantes o, de lo contrario, tú y la virreina sufrirán algo más que una simple destitución.
Por un instante, Adriano sintió que todo el cansancio acumulado por horas se le venía encima. La verdad, no estaba listo para lidiar con la intervención de la reina, pero, también, pensaba que cuanto más lejos se mantuviera de la condesa, mejor. Así es que solo se encogió de hombros y, con una voz relajada, le dijo:
— Bien, llevaré a estos bandidos y tú haz lo que se te plazca. Ya no me importa.
— ¿Acaso no entendiste la situación? – dijo Aramí, frunciendo el ceño - ¡Están en la lista negra de la reina! ¡Así es que ten más respeto o atente a las consecuencias!
Adriano le dio la espalda y, mientras agitaba la mano en señal de despido, le respondió:
— Yo solo le soy fiel a mi señora.