Un grupo de manifestantes rodearon la fortaleza, manteniéndose a una prudente distancia para no ser disparados por los robots vigilantes. La princesa Margarita lo contemplaba todo desde el centro de control, donde había una enorme pantalla que proyectaba el frente. Así, se percató de la cantidad de personas que formaban parte de los independentistas, asombrándose de lo numerosos que eran.
La condesa y los escoltas la acompañaron en el centro de control, dado que buscaban protegerla de posibles infiltrados. Desde lo sucedido con el chofer traicionero, no confiaban en nadie y todos eran potencialmente peligrosos para la princesa.
En eso, la joven preguntó a su fiel dama de honor:
— ¿Crees que la virreina logrará cumplir con su misión? ¿Será que mis primos estarán todavía vivos?
— Estoy segura que siguen vivos – respondió Aramí, intentando sonar convincente – esos niños siempre logran salirse con las suyas. De momento, solo queda rezar a la diosa para que todo salga bien.
Uno de los robots disparó un rayo láser contra un par de personas que les lanzaban piedras. La gente quedó impactada ante el sistema de defensa capaz de hacer picadillo a un humano y unos cuantos retrocedieron.
Fue así que, entre la multitud, una joven tomó un megáfono y dijo:
— ¡No tenemos miedo de sus poderosas máquinas! ¡El pueblo seguirá avanzando porque está dispuesto a morir que a seguir sometido ante los telurianos!
“¿Me están jodiendo?”, pensó la princesa, al ver quela multitud comenzó a avanzar, dispuesta a sacrificarse por la causa.
Mientras contemplaban la pantalla, la puerta del salón se abrió y, de ella, ingresaron cuatro hombres armados con armas de fuego, apuntándoles directo hacia sus cabezas.
— ¿Qué significa todo esto? ¿Quién los dejó entrar? – preguntó la princesa, mientras la condesa y los escoltas se colocaban delante de ella para protegerla.
Uno de los hombres dio un paso en frente, bajó el arma y abrió su camisa por delante. Así, todos vieron que llevaba colgado en su pecho una bomba, del cual iba conectado a un control sostenido por una de sus manos.
— Si no desactivan esos robots, nos jodemos todos – dijo el hombre de la bomba - ¿Acaso quieren que esto se vuelva un charco de sangre, chiquilla teluriana?
— ¿Cómo osa llamarla así? ¡Es la princesa! – dijo una indignada Aramí.
— Calma, Aramí – la detuvo Margarita, cuyo rostro palideció al ver la bomba – será mejor que les hagamos caso. Lo veo en sus ojos, está hablando en serio – en eso, se dirigió a sus escoltas – bajen sus armas, no es necesario pelear.
Los escoltas, con expresiones de frustración, bajaron sus armas por el suelo y mantuvieron las manos en alto.
Margarita volvió a mirar al hombre y le dijo:
— Bien, desactivaré esas máquinas, pero prométame que no nos harás daño.
— Trato hecho -le respondió el rebelde – serán encerradas en una habitación y se quedarán ahí hasta que nuestra líder regrese. Ella decidirá su destino.
La princesa se acercó al comando y comenzó a desactivar las máquinas, una a una. Los robots dejaron de disparar a la gente y permanecieron quietos, haciendo que la multitud lograra entrar a la fortaleza sin obstáculos de por medio.
Los rebeldes rodearon al grupo y los condujo por los pasillos. La princesa vio que los guardias de la virreina se situaron por las paredes, actuando como si no fueran invadidos por los independentistas. Giró la cabeza a quien tenía más cercano y le reprochó:
— ¿Así vas a tratar a quien te dio trabajo y garantizó el sustento a tu familia?
El guardia, con indiferencia, le respondió:
— Yo solo le soy leal a mi señora.
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Mientras los independentistas se apoderaban de la fortaleza, Ludovica y Adriano se prepararon para dirigirse rumbo al Fin del Mundo partiendo desde el Castillo Maldito.
Ludovica se sacó su vestido y se puso un traje militar color verde musgo. Recogió sus cabellos en una coleta para ponerse el casco y se puso un grueso cinturón de cuero, de donde cargaba un arma de disparo láser.
Adriano se asombró al verla así. Ya estaba acostumbrado a que luciera aquellos vestidos que intercalaban entre el rojo, el verde y el blanco, por lo cual sintió que la contemplaba por primera vez tal y como era.
Ludovica, al percatarse de la expresión de asombro de Adriano, le preguntó con pena:
— ¿Me veo extraña?
— Se ve fabulosa… digo, luce bien, excelencia – le respondió Adriano, con un ligero rubor en las mejillas.
— Llámame Ludovica – le dijo la virreina, mientras le dedicaba una media sonrisa – cuando esto acabe, ya no seré más la virreina y perderé todos mis títulos nobiliarios por dar la espalda a mi pueblo.
— Me dan igual esos títulos, para mí siempre será mi reina – dijo Adriano, con sinceridad.
Con los ánimos levantados, Ludovica caminó junto a Adriano hasta las motos. Los soldados que los acompañarían ya se equiparon con las mochilas propulsoras, dispuestos a protegerlos desde las alturas.
Adriano y Ludovica montaron en sus respectivas motos, lado a lado. Los cabellos de Ludovica comenzaron a revolotearse por el viento y, gracias al sol brillante en las proximidades de su cabeza, parecían ser de llamas.
Esa ilusión se rompió cuando se colocó el casco, pero siguió grabada eternamente en la mente de Adriano.
— Bien. Aquí vamos.
Ambos encendieron los motores y partieron rumbo a su destino.
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Ruth acababa de llegar a Ciudad Central, sin ser acorralada ni detenida por los guardias de la virreina. Fue recibida por los demás independentistas, que la esperaban para informarle de que consiguieron apoderarse del virreinato con éxito.
Ruth se alegró al saber que el plano del virreinato cedido por Ludovica fue distribuido entre sus camaradas. El plan era infiltrarse en los pasadizos sin vigilancia y contactar con los guardias y el personal que, en secreto, apoyaban la independencia. Al principio sintieron miedo, pero cuando les informaron que la virreina estaba del lado de la revolución, se armaron de valor y optaron por ir en contra de la familia real.
Aparte, la líder independentista pensaba que, al tomar el control de esos robots gigantes, podría preparar la defensa perfecta en caso de que el Gran Reino se atreviera a reconquistarlos después de proclamar la independencia.
Pese a todo, todavía seguía dolida por la enorme traición que recibió de parte de dos de sus camaradas, Néstor y Olga, a quien les dio cobijo. Nunca pudo entender sus propósitos y estaba segura de que, desde siempre, estuvieron al lado de la tiránica ex gobernadora que solo quería ver el mundo arder.
En eso, recordó las duras palabras de Ludovica, en que la recriminó por traicionar su confianza al llevarse a los infantes ante sus narices. De verdad se sintió muy sucia con eso, dado que se traicionó a sí misma al usar a unos niños para liberarse de los telurianos. Sabía que, si las futuras generaciones se enteraban de eso, sería una mancha difícil de borrar de los libros de historia.
— ¿Qué haremos ahora, jefa? – le preguntó uno de sus camaradas.
— Por ahora, esperemos a que la virreina cumpla con su palabra – respondió Ruth – cuando regrese con su fiel guardaespaldas, me reuniré con ellos dos para sentar las bases de nuestro futuro gobierno.
Todos asumieron con la cabeza y siguieron a la líder hasta su fortaleza.
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Una vez que llegaron al lugar, lo primero que hicieron fue disparar directo hacia los bandidos que protegían la entrada de la torre. Pronto, unos parias vestidos de militares se acercaron y los apuntaron con sus armas de fuego. Pero no podían hacer nada contra las potentes armas láser que traían del virreinato.
Los soldados de respaldo comenzaron a cubrirles las espaldas desde las alturas. Los bandidos intentaron derribarlos, pero eran como libélulas que hacían piruetas sin parar por el cielo.
Tanto Adriano como Ludovica entraron al edificio con sus motos, ahuyentando a la gente que trabajaba ahí y causando mucho barullo. Luego, se enfrentaron a tres hombres, a los cuales Adriano derribó con facilidad. Pero otro más se les acercaron.
— Tú busca a los infantes y yo buscaré a mi hermana – le dijo Ludovica a Adriano – ella y yo tenemos mucho de qué hablar.
— Ten cuidado, Ludovica – le dijo Adriano.
Ludovica se separó de Adriano y entró rápidamente a un pasillo, pensando que sería perseguida a los bandidos. Pero contrario a sus expectativas, estos la ignoraron y se centraron en el guardaespaldas. Eso la extrañó, ya que era un indicio de que su hermana estaba planeando algo.
Comenzó a recorrer aquellos pasillos de estatuas doradas, sintiendo náuseas por los gustos extravagantes de Rosana. Pero trato de guardarse el disgusto y siguió adelante.
Abrió cada puerta que se encontraba, con la esperanza de encontrarla desprevenida. Pero al no hallar vida alguna, se detuvo, tomó aliento y gritó:
— ¡Rosana! ¡Estoy aquí! ¡Ven y hablemos cara a cara! ¡Tengo mucho que echarte en cara!
En eso, una puerta situada al final del pasillo se abrió y, ahí, la vio. Era tal como la recordaba, solo que llevaba un traje negro y portaba una enorme cicatriz en forma de X en la frente, como lo llevaban los parias.
Rosana le dedicó una fría sonreía y, mientras la apuntaba con un arma de balas de plomo, le dijo:
— Bienvenida a mi humilde hogar, hermana.