24. Acianos
Sí, todos los hombres de la lista parecían no tener ninguna relación entre sí, ni con Roman, ni conmigo. Aunque la aparición de Sergio arrojaba algo de luz sobre todo este asunto. Y todo esto no lo mostraba precisamente bajo una buena luz. Porque en su momento, él me hizo daño. ¿No será eso una señal de que los otros también tienen alguna sombra en su pasado? ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
Me dolía la cabeza de tanto pensar. Tenía la esperanza de que, cuando los “pretendientes” se encontraran en la fiesta, tal vez resultara que se conocían entre ellos. ¿Y si eso me daba una pista? Ay, qué detective tan pésima soy. Pero haré lo que pueda por entender…
Además, decidí invitar a más personas, para que la fiesta no fuera tan tensa y tuviera algo más de ambiente. Porque claro, solo hombres y yo (y por supuesto, la abuela Olisava) no sería una fiesta, sino algo rarísimo…
Por supuesto, en la fiesta también estarían la abuela Olisava, sus dos amigas: Mykytyvna y doña Gabriela, eso se daba por hecho.
Ah, ¡y el perro Príncipe Charles! No debía olvidar encargar su comida especial. Anoté unas palabras en mi libreta, donde apuntaba la lista de invitados, los gastos y los teléfonos. El perro era un poco quisquilloso, las mujeres lo habían malacostumbrado. Comía solo pienso de gama alta. Era un cocker spaniel inglés*, muy activo en los paseos. Doña Gabriela salía a pasear con él a menudo. Y como era tan charlatana como mi abuela, siempre hacía nuevos conocidos. Así fue como conoció a mi abuela. Juntas llevaban al spaniel al peluquero canino más famoso de la ciudad, lo mimaban como a un bebé y lo adoraban como si fuera una estrella… Y el perro, ruidoso y “hablador”, les respondía con el mismo amor. Un perro encantador. Yo también llegué a encariñarme con el Príncipe Charles, que visitaba nuestra casa con frecuencia.
“¡Y mis empleados! ¡No olvides llamarlos!”, me recordé de repente. Anoté en la libreta a mi secretaria Svitlana y a mi subdirector Mykhailenko.
Y entonces me subió el calor. Mykhailenko. También debía llamarlo y darle la dirección de la fiesta. Y claro, en mi mente apareció Gala. Enamorada de mi subdirector.
Y sentí cómo una punzada de celos me arañaba el alma. Hacía tiempo que no sentía eso, esa emoción incómoda y dolorosa. Pero ahí estaba, y crecía con cada nuevo pensamiento sobre mi amiga y mi subdirector. Gala empezaría a coquetearle, eso era seguro. ¿Y yo? ¿Iba a mirar eso tranquilamente? Si se supone que debía concentrarme en mis invitados, observarlos y elegir a uno de ellos para casarme dentro de un mes…
¡Qué lío! Mykhailenko notaría que pasaba mucho tiempo con otros hombres y ya no me prestaría atención. ¡Y yo quería que me notara! ¡Que yo le gustara! Que no me viera solo como una buena amiga o jefa, sino como mujer…
Ay… ¿No estaré cruzando aquella línea que me impuse hace años, para protegerme de todos los hombres, a los que consideraba (¿sigo haciéndolo?) sinvergüenzas y canallas? Había decidido vivir para mí, para mis seres queridos, y dejar el amor de lado. Cerré todas las puertas y ventanas de mi corazón. Pero el amor… se coló por una rendija.
Miraba durante mucho rato el número de mi subdirector en el teléfono. Hace dos días lo había llamado sin pensar, con total tranquilidad. Pero ahora… el corazón me latía como loco, me faltaba el aire, estaba ardiendo de nervios y no me atrevía a pulsar el botón de llamada… Hasta que, al fin, me obligué a hacerlo.
—¡Hola! —respondió de inmediato. Fue como si hubiera estado esperando mi llamada, con el teléfono en la mano.
—Ba… Basilio, hola —dije con voz ronca. El nudo en la garganta era real, tosí.
—Hola, Fro —dijo con voz preocupada—. ¿Estás enferma? ¿Por qué toses?
—No, es solo que… llamaba para darte la dirección de la… Bueno, de la fiesta de mi abuela Olisava. Te voy a mandar la ubicación en el mapa —dije, y solo después me di cuenta de que podía haberle mandado un mensaje. ¡Ay, qué tonta! En vez de tartamudearle al teléfono con esa vocecita ridícula.
Pero ya hablábamos, y no tenía más remedio que seguir la conversación y terminarla con dignidad.
Dios mío, ¡hacía tanto que no sentía esa emoción abrumadora de una persona enamorada! Cada mirada, cada palabra, cada tono de voz importaban… Era doloroso, pero deliciosamente dulce. Las emociones me pinchaban el pecho como agujas, dulces como miel…
—Fro —me interrumpió Mykhailenko, justo cuando yo terminaba de explicarle la dirección, la hora, todo. —¿Estás bien?
—¡Todo genial! —respondí con mi frase habitual. Y mordí el labio, porque por alguna razón sentí ganas de llorar.
—Si tienes algún problema… dímelo —añadió él—. Ya sabes que siempre estoy aquí —hizo una pausa. Y yo también, porque si hablaba, iba a romper a llorar.
Sí, no me gustaba esa reacción mía, pero no podía detener las lágrimas que ya corrían por mis mejillas.
—Quería preguntarte algo —dijo de pronto—. ¿Sigues amando los acianos?
—¿Qué? —murmuré, sorprendida.
—Tus flores favoritas, ¿siguen siendo los acianos? ¿O ahora prefieres otras?
—Acianos —susurré.
—Perfecto, estaré mañana. Hasta mañana, Fro —y él colgó primero.