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No hubo alarma. No hizo falta.
El primer sonido del día fue el quejido de las cañerías de la residencia St. Hilda, un lamento metálico que trepaba por las paredes del edificio victoriano como si al lugar le doliera despertarse. Eran las seis en punto. Para el resto del mundo, una hora impropia; para Camila Wilde, el disparo de largada.
Se quedó un instante inmóvil bajo las sábanas, escuchando. Afuera, el cielo de Oxford persistía en un gris plomizo y pesado, de esos que parecen aplastarte contra el suelo.
Su habitación no era un dormitorio; era una declaración de principios. Tres metros por cuatro. Una celda monacal diseñada no por fe, sino por una necesidad obsesiva de control. No había pósters de bandas, ni fotos con amigos, ni adornos baratos acumulando polvo. La cama estaba hecha con una precisión militar, las sábanas tirantes, sin una sola arruga que delatara debilidad o descanso. Sobre el escritorio, los libros de texto se apilaban formando una muralla defensiva, ordenados por tamaño y materia, listos para ser consumidos.
El único rastro de vida orgánica, aparte de ella, era un cactus pequeño y espinoso en el alféizar de la ventana. Un sobreviviente. Un bicho duro que, como ella, había aprendido a subsistir con lo mínimo indispensable en un entorno que no le daba nada.
Se levantó, y el frío húmedo de la mañana se le pegó a la piel. Se vistió rápido, no por apuro, sino por eficiencia. Su ropa no era moda; era camuflaje. Unos jeans oscuros, prácticos, de esos que aguantan todo. Un suéter de lana gris de cuello alto, un poco gastado en los codos, que cumplía la doble función de abrigarla y volverla invisible. Y finalmente, el saco. Una pieza de segunda mano que había rescatado de una tienda de caridad cerca de la estación. Le quedaba un poco grande de hombros, sí, pero al subirse el cuello y abotonarlo, Camila sentía que se calzaba una armadura.
Mientras se ataba los borcegos de cuero —una inversión que le había costado dos semanas de sueldo en verano—, su mirada se desvió, inevitablemente, hacia la mesita de luz.
Ahí estaba. La única foto.
Su padre y ella, diez años atrás. En la imagen, él sonreía, pero era una de esas sonrisas que mueren antes de llegar a los ojos, unos ojos que ya entonces cargaban con un cansancio antiguo. La Camila de la foto lo abrazaba con una ferocidad que dolía de ver, como si tuviera miedo de que se le deshiciera entre los brazos.
Camila sostuvo la mirada un segundo. Esa foto no era un recuerdo feliz. Era un contrato. Un pagaré firmado con sangre y sacrificio que ella tenía que levantar todos los días.
La dejó boca abajo sobre la madera. Respiró hondo y salió, cerrando la puerta con un clic suave que resonó en el pasillo vacío como el cerrojo de una caja fuerte.
Afuera, Oxford la recibió con su llovizna eterna. Se subió la capucha y encaró las calles adoquinadas, caminando rápido para entrar en calor. La ciudad se desperezaba con lentitud. El aire tenía una textura densa; olía a piedra mojada, a hojas en descomposición y, a lo lejos, al aroma traicionero del pan recién horneado.
Era una belleza abrumadora, casi obscena. Cada torre gótica, cada gárgola pulida por siglos de lluvia, le gritaba la misma historia a la cara: poder. Un poder construido con dinero viejo y apellidos ilustres mucho antes de que gente como ella tuviera siquiera permiso para aprender a leer.
Su "foco selectivo", ese músculo mental que había entrenado hasta el calambre, ignoró a los primeros turistas y barrió el entorno.
Pasó frente a un pub donde un repartidor descargaba barriles de cerveza, con el aliento convirtiéndose en vapor. Y entonces, se cruzó con ellos. Un grupo de estudiantes salía de una de las residencias más exclusivas, riendo como si el mundo fuera un chiste privado que solo ellos entendían.
Una chica rubia, envuelta en una bufanda de cachemira que valía más que todos los libros de Camila juntos, suspiró con un dramatismo teatral:
—Es ridículo, te juro. Papá solo me deja llevar el Range Rover chico a Verbier.
Verbier.
La palabra quedó flotando en el aire húmedo, exótica y absurda.
Camila apretó la correa de la mochila hasta que sintió el dolor en los nudillos. La imagen de su viejo se le superpuso a la escena, nítida y cruel: él contando las monedas para el colectivo a fin de mes, la tos seca y rasposa que le había dejado la fábrica, la resignación en sus ojos cuando ella, de chica, le había pedido una bicicleta que no podían pagar. Su padre nunca había visto el mar, y esta gente hablaba de cruzarlo para esquiar en montañas nevadas como quien habla de ir al kiosco.
Sintió el sabor metálico de la rabia en la boca, afilado y familiar. La tragó. La empujó hacia abajo, al fondo del estómago, a ese horno interno donde guardaba todo el combustible. La bronca era un lujo que no se podía permitir; tenía que convertirla en nafta. En acción.
Llegó a las puertas de la Biblioteca Bodleiana y se detuvo un instante, como hacía cada mañana.
El edificio se alzaba frente a ella, imponente, silencioso. No era solo una biblioteca; era una afirmación tallada en piedra. Una declaración de superioridad. Se sintió minúscula, una hormiga a punto de colarse en el palacio de un gigante que la toleraba, pero que jamás, jamás, la aceptaría como una de los suyos.
Tomó aire, llenándose los pulmones con el frío de la mañana.
No tenés margen de error, Wilde. No acá. Nunca..
Empujó la pesada puerta de roble y entró.
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El interior de la Bodleiana era todavía más intimidante que su fachada. Al entrar en la Sala de Lectura Principal, la Radcliffe Camera, el aire se volvió denso, casi sólido. Era una catedral erigida no para rezar, sino para saber. La cúpula inmensa se elevaba sobre su cabeza, y el silencio que reinaba ahí abajo no era de paz; era un manto pesado, tejido con el susurro de páginas que pasaban y el eco fantasmal de siglos de pensamiento.
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Editado: 18.12.2025