¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto!
¡Pero no lo estaba!
¡Cuánto habría dado por estarlo!
¡Muerto de verdad!
Prisionero, enterrado, abandonado, olvidado, ¡por la eternidad! ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Si medía el tiempo tal como lo hacía cuando estaba vivo, cuando era mortal, la suma equivalía a muchos centenares de años, varios miles.
El mundo había cambiado desde entonces. Había avanzado, como gustaban decir todos, pero estaba muy lejos de ser así. En cierto modo era verdad, puesto que ya no iban a pie o a caballo, sino en autos y aviones; ya no morían por una fiebre o una gripe (había excepciones); podían comunicarse de una punta del mundo a la otra en un instante; ya no se mataban con arcos y espadas, sino con armas de fuego; en muchas formas, habían avanzado... Pero se habían transformado y también habían olvidado.
Habían olvidado que el universo no es ni era tal como lo conocen. Habían olvidado aquello que hace que el mundo gire. Lo habían olvidado a él; a los seres como él, a sus congéneres. Habían olvidado que cuando El Todo nació, el poder era de todos.
En parte los entendía, porque ahora todos estaban enclaustrados, cuando no muertos. Y los otros, agotado su poder por el esfuerzo que les llevó recluirlos, muertos o tan débiles que lo mismo daba que lo estuvieran.
Al final, todo se resumía a que (los que, si podía llamársele de esa forma, aún vivían) estaban encerrados por fuerza antigua y poderosa en los lugares más solitarios y recónditos del planeta. ¿Quién pues, iba a acordarse de algo que ya no vive ni en los mitos?
Pero aún existían, ni vivos ni muertos, únicamente como esencia; encerrados en prisiones más etéreas que materiales, pero reales. Quizá algunos de los confinados ya habían muerto, debilitándose con los eones, hasta extinguirse en sus prisiones, desapareciendo por completo del plano en el que coexistían.
A menudo se preguntaba si después había un segundo y hasta un tercer plano. Ni siquiera ellos lo sabían todo. De todas maneras, no importaba de momento. A él le traía sin cuidado lo que pudiera ocurrirle a los otros tras la muerte, después de todo, nunca se caracterizaron por la solidaridad y el compañerismo.
Lo único que importaba era él. Y él también estaba muriendo. Con cada milenio, siglo y lustro transcurrido se sentía débil, cada vez más débil.
Al principio podía espiar a casi todo el mundo; fue testigo de la encarcelación de muchos como él, sin ningún poder para intervenir, pero podía ver.
Ahora ya ni eso, se había quedado ciego respecto al mundo.
Pronto no sería capaz ni de pensar. Entonces sobrevendría el final. Tras el final, la cortina del futuro estaba velada, si es que existía un futuro. De modo que, si había un después, era algo que ignoraba.
Experimentaba temor al pensar que después de su muerte verdadera, al otro lado le esperaran los regidores del orden y el equilibrio, con un gesto adusto y un grueso libro en el escritorio; temía que leyeran todas las atrocidades que había cometido y lo condenaran a una eternidad de sufrimiento.
Esa espantosa idea le provocaba profundos escalofríos.
Él no quería esa eternidad. ¡Quería otra!
Y esa otra le parecía tan cercana... Y a la vez tan lejana.
Sentía cómo el poder que lo mantenía prisionero se estaba debilitando. De ser un poco más fuerte podría romperla y salir, pero lo cierto es que estaba más débil que la propia barrera. No le era de ninguna utilidad esa debilidad en los muros de su prisión.
¡Únicamente existía una posibilidad!
Él no podía romper el hechizo, pero, ¿si obtenía ayuda? Sí, claro que sí, era la única posibilidad real. Con la ayuda adecuada podría ser libre. Lo mejor de todo era que el sitio en el que se hallaba ya no era el lugar solitario de hace cinco mil años. Cerca, muy cerca, había una población.
Si concentraba todas sus fuerzas en un solo objetivo, si ponía todo su empeño, tal vez, solo tal vez...
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