Katherine terminó de sofreír los trozos duros de res y los dejó en el plato, junto a la ensalada de rábano y pepino. Todavía temblaba levemente y a punto estuvo de cortarse un dedo mientras sacaba rodajas y un hipido subió por su garganta.
Se sorbió los mocos, limpió una lágrima rezagada con el dorso y siguió cortando.
Por enésima vez decidió que ya era suficiente. «No más llanto», se prometió.
Le dolían los muslos, la espalda y el cuero cabelludo. En la espalda y los muslos la golpeó con el cinturón de cuero, el cabello se lo tiró muchas veces mientras le gritaba si ser una puta como su madre era lo que quería.
El recuerdo la hizo hipar de nuevo y tuvo que limpiarse otra lágrima.
Cuando Sergio López se hubo cansado de aporrearla con el cinturón y logró serenarse un poco, le preguntó el nombre del muchacho con el que había pasado la noche. Esa pregunta le dolió igual o más que los golpes. Le dolió que su padre diera por sentado que ella se había ido a revolcar con un muchacho.
En ningún momento vio el dedo sin uña, ni el faltante de piel en la cadera izquierda. Y si vio algo, fingió indiferencia. A lo mejor hasta pensaba que era una masoquista que disfrutaba del dolor propio.
En realidad, don Sergio lo que pretendía era descargar su ira por tener una hija igual de libertina que la madre.
Así pues, cuando su padre preguntó, Katherine se escudó en el mutismo. Por más que preguntó, la joven se negó a responder. De qué serviría decirle que la habían secuestrado. Peor aún, ni ella sabía si había sido secuestro.
Se supone que cuando a uno lo secuestran lo hacen para pedir dinero, o por lo menos para abusar sexualmente de la víctima si es mujer, aunque esto último ocurre cada vez más a menudo también con los hombres. Pero a ella la dejaron libre unas horas más tarde y sus secuestradores eran dos mujeres; una llevaba máscara de zorra y la otra de gata. La de la máscara de gata le había pasado las manos por las piernas, en un claro gesto erótico, pero la otra la apartó rápidamente y la metió a una cabaña. Fue lo más cerca que estuvo de ser violada.
―Trae eso acá, que me rugen las tripas ―gritó su padre desde la salita.
―Ya voy, papá. ―Agregó una rodaja de limón al plato, se limpió la enésima última lágrima, y llevó el plato a ese señor que veía la televisión desde el sofá desvaído.
―No hay noticias graves en la televisión ―dijo, como si hace ratos no hubiera molido a palos a su única hija. Que no hubiera noticias graves en la televisión parecía entristecerlo, a Don Violento le gustaba mirar violencia―. Las cosas están bastante tranquilas desde diciembre —continuó—, pero no por eso vas a andar en la calle haciendo lo que quieras. Sabes lo peligroso que es este pueblo.
―Lo sé, papá.
―Tienes que darte a respetar, hija. Nadie te tomará en serio si no te das tu lugar. Carajos, solo tienes catorce años.
En realidad, tenía trece, pero no lo mencionó. Era lo más cercano a un consejo que había oído a su padre desde hacía quién sabe cuánto. Puede que estuviera experimentado su rato de culpa. Si fuera bueno con ella, tal vez, solo tal vez, se habría atrevido a contar lo que había ocurrido en la cabaña.
―Entiende que no quiero que seas reflejo de tu madre. Quiero que seas una buena chica. Sí, eso es lo que quiero.
Se puso a comer y Kate salió de la salita.
A veces pensaba que era muy duro con su madre, que la culpaba más de la cuenta, pero cuando se ponía a cavilar al respecto, no hallaba argumentos para defenderla. Se había ido y no la había buscado. Al irse con otro hombre, había renunciado a su pasado, Kate incluida.
Y desde que su madre los abandonara, su padre había cambiado severidad por inflexibilidad y dureza. En alguna ocasión se le ocurrió la perturbadora idea de que ella había pasado a ocupar el lugar de la madre y que por eso la golpeaba como antes hacía con su progenitora.
Aunque, en ocasiones se preguntaba si acaso ella tenía la culpa de los golpes del padre. No, ella no hacía nada malo.
«Ibas a verte con Sebastián, hasta pensaste en perder la virginidad», le recordó su consciencia con veneno.
Se sentó en la mesita de la cocina y picoteó su cena. No tenía hambre. En realidad, no tenía ánimos de nada.
Tampoco quería recordar, aun así, su mente insistía en volver a la noche anterior, a la cabaña, a la mujer que la había atado a la mesa, a la jeringa, al alicate, al cuchillo y las pinzas, a la Voz. A esa terrible voz. Kate había visto películas de terror, había leído algunos cuentos del género y oído un sinfín de mitos y leyendas; no creía en ninguno, a no ser cuando era una cría… Pero la Voz estaba trastocando sus convicciones.
La cocina estaba a un costado de la salita, que podía ver por un vano. En la sala, en la pared que daba a la calle, había una ventana de cristal. A través de esta Kate vio a un chico, no lo podía ver con claridad, pero cobró certeza de que se trataba de Luis, el muchacho que la había traído esa mañana.
Dejó la comida a medio terminar y fue a su habitación, que quedaba detrás de la sala, cuya ventana también daba a la calle. No encendió la luz para no llamar la atención del muchacho, que se perdía calle arriba. Se sintió desilusionada. No entendía bien por qué, pero había albergado la esperanza de que fuera a preguntar por ella.