La voz

9

―Te buscamos por todas partes ―repitió Cristian por enésima vez.

Luis miraba al suelo, su mente sumida en caos.

«¿Se lo digo? ¿No se lo digo?»

Ellos le habían advertido que no debía contar nada. Nadie debería saberlo. Nadie debería saber el horror que le habían hecho vivir. Sintió que las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos, pero las contuvo, consciente de que Cristian estaba enfrente. Y los hombres no lloran frente a sus compañeros hombres.

―Estuvimos durante horas buscándote ―prosiguió Cristian―. Tus padres, mis padres (que salieron a buscarte tanto a ti como a mí), primos tuyos, tíos, la policía y yo.

Luis continuaba sin mirar a su rubio amigo. Sentía sus azules ojos clavados en él. Quería una explicación. Todo el mundo quería una explicación. Y la que él había inventado no había dejado satisfecho a nadie. Ni a él mismo.

Había contado que los tripulantes del auto gris eran unos amigos que lo habían invitado a una fiesta a celebrarse en una finca no muy lejos del pueblo y que esta había durado toda la noche, que por eso había regresado hasta la mañana siguiente, que en algún momento su teléfono se quedó sin carga y que por eso cuando llamaban sonaba fuera de servicio.

No pudieron sonsacarle el nombre de la finca ni el de sus amigos. En eso no había pensado.

―Tienes que contarme la verdad…

«¿La verdad?» Luis dio un respingo ante la mención de la palabra verdad. ¿Cuál era la verdad?

«La verdad, querido amigo, es tan horrible que no me creerías. La verdad es que tres tipos que a ratos parecían monstruos surgidos de algún infierno me secuestraron, me ataron a la mesa más negra y macabra que pueda existir, y me hicieron creer que me sacrificarían en algún ritual de magia negra, aunque todavía es probable que lo hagan. Pero lo peor fue la voz en mi cabeza, una voz de algún demonio que sabía lo que pensaba y que me repetía constantemente que iba a morir, y no en una muerte rápida, sino de manera lenta y agónica. Esa es la verdad, amigo. Simple ¿verdad?»

Su dedo descarnado (vendado y enfundado en los zapatos más suaves que tenía) eligió ese momento para emitir una punzada. Como reflejo, los nervios descubiertos allí donde le habían arrancado una tira de piel se tensaron, como si los halaran con fuerza. Luis se encogió de dolor.

―¿Qué sucede? ―preguntó Cristian, poniéndole una mano en un hombro.

Por un momento Luis temió que aquella mano era la del tipo con máscara de halcón. Sintió un miedo profundo y echó el cuerpo hacia atrás para rehuir el contacto. El otro chico lo miró extrañado.

Se encontraban en el Arroyo, en el lugar que ellos llamaban el Tamarindo, ahí donde encontraron a Kate la mañana del domingo. Era la mañana del martes 8 de enero, y era esta una mañana umbría, ominosa, que calaba incluso en el ánimo del más optimista.

Era uno de esos típicos días grises en los que la gente suele beber café todo el día y se dedica a ver televisión en la sala o a leer algún libro encerrados en sus habitaciones. Uno de esos días en los que la gente solo sale si es necesario por temor a que los sorprenda un vendaval a mitad de camino.

Esa mañana de martes era así, y no. Y es que en el ambiente flotaba algo más…, algo que te volvía receloso y suspicaz, que te hacía desconfiar de casi todo, que se metía en tu interior en un sentimiento de fatalidad y temor.

―Disculpa ―musitó al ver la expresión dolida de Cristian―. Disculpa.

―¡Por todos los cielos! —exclamó Cristian, empezando a exasperarse—. ¿Qué ocurrió, Luis? Estás tan… tan nervioso. Y tus ojos, aunque miras al suelo, se mueven en todas direcciones, vigilando. ¿Vigilando qué?

Era cierto. Estaba nervioso y tenía miedo. Cada que se movía un arbusto, una ramita, temía que regresara el hombre con máscara de halcón. Temía que apareciera no como el tipo disfrazado sino como el monstruo semihumano cubierto de plumaje hirsuto y pavoroso, como el ser de grandes garras y enorme pico… Muy a su pesar sufrió un escalofrío.

Era miedo lo que tenía, lo sabía. Pero también podía ser efecto de la brujería a la que había sido sometido, a la que lo estaban sometiendo. Todo era tan complicado. Nada tenía pies ni cabeza.

Había regresado a casa la mañana del día anterior. Llevaba la ropa arrugada, los ojos cansados y lagrimosos, pero nada más. Las marcas iban ocultas, aunque escocían. Sus padres esperaban asustados en la sala. También estaban su tío y su abuelo.

Cuando le contaron lo que ocurría, lo que la chica había visto, Luis le cambió una parte a la historia que había preparado. No quería que pensaran que Kate era una mentirosa o que se inventaba cosas. De modo que aceptó que sí había subido al auto, pero lo que contó la muchacha no era tal como decía, seguro no había visto bien. Había que tomar en cuenta que era de noche.

Cristian le había llamado poco después y Luis lo calmó diciéndole que estaba bien. Y esa mañana lo fue a buscar para que fueran a pescar al Tamarindo. Había aceptado porque quería olvidar lo que le habían dicho. Más aún, quería olvidar lo que le habían hecho.

Había oído que una mente ocupada es incapaz de preocuparse o sentir dolor. Pero había elegido mal, puesto que la pesca es uno de los trabajos que menos actividad mental requiere. De modo que todo el tiempo se encontraba reviviendo la tortura a la que había sido sometido en la cabaña, en la mesa del terror. Y Cristian había percibido eso. Se había dado cuenta de que algo le ocurría. Pero él no se lo podía contar. No señor. Los Cazadores lo habían amenazado. “Nos enteraremos ―dijeron― y lo pagarás”.




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