La voz

10

Había notado el miedo en los ojos de Luis; un miedo profundo y marcado.

No lo asoció al instante, sino después de que su amigo se hubo ido, pero recordó la expresión de Kate, y pensó que ambas miradas eran demasiado semejantes para ser solo coincidencia.

No se atrevía a elucubrar sobre lo que les había ocurrido, pues sabía que por mucho que especulara nunca daría con la verdad. Solo cabía esperar hasta que su amigo se decidiera por sincerarse.

Aunque también era posible que, después de todo, le hubiera dicho la verdad y el resto fueran solamente manías suyas. Si bien esta posibilidad le parecía más improbable que la primera.

Se volvió para ver cómo se perdía entre los giros del sendero. No insistió en llevarlo a casa en la Pulsar pues de pronto le pareció que la caminata, consigo mismo, era lo que podía necesitar para recuperar su temple habitual. Y también porque sentía el impulso de permanecer allí.

Puede que también él necesitara estar solo.

Pero no estás solo ―dijo alguien.

Era una voz incorpórea que parecía provenir de todos lados y de ninguno a la vez. Una voz que era y no era. Una voz que había oído y no. Que era real e irreal. Pero que existía, que estaba allí, que había estado ahí.

La primera vez que escucho la Voz perdió el control de la moto y casi se estrelló contra un muro. Erick miró a todos lados, asustado; de manera similar reaccionaron Katherine y Luis. Kimberly había buscado al dueño de la voz desde su inmovilidad en la mesa del terror, y después había gritado. Cristian, que también era el mayor con catorce años, en esa segunda ocasión se limitó a mirar la corriente del riachuelo.  

No es que la Voz no lo hubiese asustado como la primera vez, sino que supo que no encontraría a nadie alrededor.

Por su mente cruzó un pensamiento fugaz, que, inducido por algo extraño, fue cobrando solidez, hasta que supo que se trataba de una certeza. Ese algo extraño lo impulsó a convencerse de que el autor de la voz incorpórea estaba detrás de lo que le había ocurrido a Katherine y a Luis.

¿De verdad lo crees?

Sí, lo creo ―respondió también con la mente.

Supo que la Voz lo escucharía sin que tuviera que abrir la boca. Lo supo por instinto, sin necesidad de detenerse a pensar en ello, de la misma manera que una cría sabe que debe buscar las tetas de su madre. Con la diferencia de que él no era una cría, y la Voz, ninguna madre; nada remotamente parecido a una madre.

Sí, yo lo hice ―admitió. Era una voz cavernosa, grave, antigua, como surgida de un enorme abismo—. Y lo seguiré haciendo. A ti también te llegará tu turno. A menos que hagas algo.

¿Qué eres? ¿Quién? ¿Por qué lo haces?

Mi nombre es Elliam. —Su voz retumbó como un trueno dentro de la cabeza de Cristian. Sonó como la manifestación de un dios, como cuando Dios se manifestó ante Moisés en la higuera que ardía pero que no se quemaba—. Soy el Antiguo, soy la Muerte, soy tus peores miedos, soy el fin de este pueblo y del mundo entero. —Hubo una larga pausa en la que el eco de la voz reverberó en la cabeza adolorida de Cristian. Al fin la Voz habló de nuevo, y lo hizo como una seductora invitación, como un amante—: A menos que vengas y me detengas. Estoy al otro lado.

Estaba hablando en su mente con algo que parecía estar solo en su cabeza. Cristian no sabía nada de medicina o psicología, pero intuía que hablar con algo que solo existe en tu mente es claro indicio de locura. Sin embargo, sabía que no estaba loco, y aquel ser (Elliam había dicho) era real.

No tuvo que pensarlo para saber que era cierto. Era así, simplemente. Y él lo sabía.

También sabía que sus amenazas eran verdaderas.

Elliam se adjudicaba la autoría de lo que le había ocurrido a Luis y a Kate, aseguraba que estaba al otro lado, y lo había amenazado a él y a todos los chicos de Aguasnieblas, del mundo. Eso fue lo que dio a entender cuando dijo que lo seguiría haciendo.

¡No señor, no lo permitiría!

¡Maldito, te atraparé!

¡Excelente! Aquí te espero.

No enrolló la cuerda, ni se desvistió, ni se quitó los zapatos, ni se detuvo a pensar en la locura que estaba cometiendo. Simplemente se puso de pie, apretó los puños, furioso, se metió al agua y cruzó al otro lado.

Si se hubiera detenido a pensar tan solo un instante habría llegado a la conclusión de que ir a buscar a Elliam al otro lado del Arroyo era una auténtica estupidez.

Se habría dado cuenta de que él no era más que un muchacho de catorce años más bien delgado, y un ser que podía meterse en tu mente, a fuer tenía que ser alguien excepcional.

Se habría dado cuenta de que quien podía aterrorizar a dos muchachos de casi su misma edad a tal grado de tener miedo hasta de contar lo sufrido, a fuer tenía que ser alguien aterrador.

Pero el hecho fue que no se detuvo a pensar.

Claro que, Cristian no lo sabía, pero en esos momentos no era por completo dueño de sus emociones.




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