La voz

11

Salió escurriendo agua. No recordaba haberse zambullido, pero el cabello mojado se le pegaba al cráneo y a la frente, entorpeciendo su visión. Cuando dio un paso, el agua chapoteó en sus zapados. Se los quitó y los vació; el agua que escurrían sus pantalones pronto los tuvo otra vez llenos.

Se volvió para mirar atrás. Fue la primera vez que tuvo verdadero miedo. Retrocedió dos pasos, su pie derecho se trabó en una raíz y cayó de culo, con los ojos intentando ganar en tamaño a sus mejillas.

La otra orilla aparecía lejana, demasiado lejos para ser una simple broma de sus ojos. Al menos un kilómetro. El agua era plomiza y una pequeña nube de neblina cubría la superficie que ondeaba como plata liquida. No vio ningún monstruo, pero no era necesario para tener la certeza de que allí abajo los había a centenares, a miles.

Se arrastró desesperado, haciendo un pequeño surco con su trasero.

El Arroyo… el Arroyo estaba convertido en el río más grande y tenebroso del mundo. La Voz, aquella voz malévola y cavernosa resonó en su mente bajo la forma de una carcajada. Sabía que el dueño de la voz no estaba allí, pero volvió la vista a todos lados, por primera vez, totalmente desconcertado y aterrado.

¿No dijiste que me ibas a atrapar? ―A la pregunta sarcástica le siguió una nueva carcajada. Cristian tenía la piel china, los pelos, como espinas de puercoespín.

No se atrevió a contestar, no era capaz de hilvanar un pensamiento con coherencia. Su mente era un revoltijo de posibilidades ominosas.

Permaneció un largo minuto sentado en el suelo, mirando con los ojos abiertos al río. Tenía la vaga esperanza de que pronto todo volvería a la normalidad, que no era más que una broma de su mente sugestionada. Pasado ese minuto, se puso de pie, sin idea de lo que iba a hacer a continuación. El enorme y tenebroso río no había empequeñecido un ápice. ¿Cómo iba a cruzarlo?

Te estoy esperando, aquí, en el bosque.

Ya no tenía ningún deseo de ir tras la Voz. El tirón emocional que lo había impelido a cruzar el riachuelo había desaparecido, de modo que de nuevo era solo Cristian Cáceres, un muchacho rubio de catorce años, que no se consideraba valiente, mucho menos tonto. Comprendió que algo lo había llevado hasta ese lado del riachuelo. Algo lo quería, algo ya lo tenía… o quizá no.

Ese algo (alguien, Elliam) quería que se internara en el bosque. Ese último detalle lo hizo pensar que posiblemente todavía no estuviera por completo al alcance de la Voz. Aunque este razonamiento era endeble, ya que, algo que puede convertir un riachuelo de pocos metros en un pavoroso río de un kilómetro, tendría que ser capaz de cualquier cosa. Pero tenía que confiar en que no era así, que si permanecía ahí, si no atendía a su reto…

Algo se agitó a un lado, tras unos arbustos.

¡Corre!

Cristian se volvió hacia el lugar donde percibió el movimiento. Una hombre más bien chaparro y fornido estaba saliendo… No, no era un hombre, era un demonio con cabeza de sapo y miembros membranosos, de un repugnante color verde musgo con parches negros. Las plantas de los pies y las palmas de las manos eran grandes, planas, con los dedos unidos por membranas traslucidas. Su cabeza era de sapo, morroñosa; los ojos, grandes y vidriosos, como pelotas de béisbol, y su cara estaba dividida por una enorme boca llena de dientes grandes y filosos.

«Como de tiburón», pensó.

En el grueso cuello tenía branquias que se hinchaban con cada inspiración. Cristian supo que se trataba de uno de los monstruos surgidos del monstruoso río en que se había convertido el Arroyo.

Hizo caso a la Voz y se echó a correr, demasiado aterrado para gritar como hacen en las películas que a veces iba a ver al Nieblas. Escuchó el sonido como de chapoteo de los enormes pies que iniciaron la persecución.

Esa parte del bosque era relativamente nueva. Los árboles no eran tan altos, ni sus copas frondosas y tupidas, con la consecuencia de que la luz solar llegaba hasta el suelo, alimentando plantas, arbustos, hierbas malas y enredaderas. Correr en ese lugar lleno de tanta vegetación, con el corazón martilleando en su caja torácica, se volvió una ardua tarea. Sorteó arbustos y enredaderas, pero después chocó con un bejuco muy grueso que lo hizo saltar hacia atrás por el impulso. Cuando se puso de pie, había perdido la orientación.

A tu derecha ―indicó la Voz.

Al principio no supo a qué se refería, pero a pesar del miedo que le atenazaba las entrañas, no tardó mucho en entender. Escuchó los pasos a su izquierda, huecos y fuertes; era muy difícil no oírlos.

«A mi derecha», claro, el maldito tras la voz quería guiarlo a donde él quería. Él no le iba a dar tal gusto. Corrió hacia delante.

No había corrido ni cincuenta metros cuando, en un pequeño claro, dio con otro monstruo. Patinó para detenerse y, por tercera vez en ese día, cayó de culo. Tenía frente a sí a un monstruo con cabeza de halcón, con los grandes ojos en las sienes y no en el rostro. El pico era muy largo, más de un pie, y estaba lleno de finos dientes como sierra. El resto de su cuerpo tenía semejanza al de un humano, a no ser por las plumas que lo recubrían por completo y por las manos y pies rematados en garras largas, negras y filosas.




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