La voz

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María Solomon vivía en el perímetro de Aguasnieblas. Su casa era la última de barrio Nuevo, que limitaba al este con barrio Buena Vista, al norte con barrio Bethel; por el sur y el oeste era rodeado por vegetación.

Era maestra de educación primaria desde hacía casi tres décadas, pero su verdadera pasión no era la enseñanza.

Para Amanda, durante mucho tiempo no fue otra cosa que una tía más. “Otra puta de la familia”, como solía decir su madre, antes de que los cigarrillos se la llevaran a la tumba. Los cigarrillos y las golpizas que le propinaba su padrastro.

De modo que Amanda se quedó huérfana a los diez años. Sola, indefensa, y creciendo en casa del degenerado de su padrastro, que cada tanto le decía “ya estás grandecita”, con una voz que hacía que a la niña de ese entonces (y todavía a veces a la mujer de ahora) se le erizaran los pelos.

Si las palabras la ponían nerviosa, ¿qué decir de las miradas intensas cargadas de algo que aún le era ajeno a sus diez añitos? Pasarían años para que comprendiera que, de no haber sido por “tía María al rescate”, la convivencia con su padrastro habría terminado muy mal para ella.

«Ahora me gustaría que me dijera “ya estás grandecita” ―pensaba a veces con sorna y un deje de amargura―. Respondería: “sí, ya lo estoy”, y le enseñaría un par de cositas que no le gustarían en absoluto.»

Diez años antes, tía María, que no tenía esposo ni hijos, le había preguntado si quería irse a vivir con ella. Tía María era una mujer morena, chaparra y regordeta (no mucho más pequeña que la propia Amanda y solo un poco más gruesa, con la diferencia de que las carnes de la sobrina eran, a sus veinte años, firmes y voluptuosas), y tenía los labios finos eternamente fruncidos. A la niña Amanda le daba miedo, pero no con tanta intensidad como el que le provocaba su padrastro. Era como comparar una chispa con una braza.

Cuando fueron a por sus cosas, padrastro y tía se habían agarrado a palabrotas. Después de una enardecida discusión, el hombre, pie y medio más alto que la mujer, se dejó ir con toda su furia; retrocedió como impulsado por un resorte y chocó contra una mesa. A continuación, empezó a vomitar.

―¡Maldita zorra! ―gritó cuando tía y sobrina, maletas en mano, dejaban la casa―. No te vayas con esa zorra, Amy, además de puta es una bruja. ¿No entiendes lo que va a pasar? Te hará tragar sapos y te utilizará en sus porquerías, te convertirá en su esclava, serás…

Dejaron de oírlo al continuar andando. En el camino Amanda pensó en lo que dijo su padrastro: además de puta es una bruja. Al final decidió que no le importaba. Lo importante era alejarse de ese hombre malo que la golpeaba y la hacía temblar con la sola mirada.  

Desde entonces había vivido con tía María. No es que la mujer se hubiese convertido en sustituta de su madre, pero al menos tuvo comida y vestuario, y como siempre se la pasaba encerrada en el “cuarto secreto”, ella podía hacer lo que le venía en gana.

A los quince años descubrió que no servía para el estudio, ni para trabajar, siendo sincera. “No sirves para nada”, habría dicho su madre, “¿es que piensas ser una cualquiera como tus tías y tus primas?”

Tía María se había limitado a encogerse de hombros cuando le comunicó que dejaba la escuela.

—Ya tienes edad suficiente para saber qué te conviene más —fue lo único que dijo.  

Descartado el estudio, sus opciones se reducían a: casarse y que su esposo la mantuviera; ganarse la vida como prostituta o robar. Lo de casarse lo desechó al instante. El recuerdo de su madre con sus tres maridos, los tres la golpeaban, la disuadió de ello. En cuanto a lo de la prostitución, aunque le encantaba el sexo, no se imaginaba acostándose con cualquier vejete por unos centavos. De modo que terminó decantándose por la tercera opción, a veces combinándola con la segunda.

Tía María nunca le dijo nada cuando de repente aparecía con dinero o regalos. Pensaba que eran obsequios de los muchachos con los que salía, o al menos eso creía Amanda. Y en parte era así. Estos muchachos le habían enseñado algunos secretos del negocio, y ella les enseñaba el secreto entre sus faldas. No era prostitución, no en toda regla, porque ella escogía con quien andar.

―Cuídate. No vayas a pescar SIDA ni me vayas a salir con tu domingo siete ―Era cuanto le decía. Por lo demás, la dejó hacer.

De haber sabido que la pasividad de su tía era parte de algo más grande no se habría mostrado tan encantada con las libertades que tenía. Pero no lo sabía, ni lo sospechó siquiera.

A finales de noviembre de 2017 conoció a los otros. A Jaime, el León, con su pelo color arena, alto, flaco y desgarbado. A David, el Sapo, chaparro y moreno, apenas más alto que ella, con una sonrisilla perenne en el rostro, como si supiera un chiste que nadie más no. A José, el Halcón, mesurado, educado, guapito, amante de la marihuana. Y a Jennifer, la Gata, la Bellarosa, una preciosura de cuerpo escultural y cabello color caoba.

Todos eran rateros, asesinos, “malas pintas”, como se decía coloquial y peyorativamente.

Nunca estuvo segura de cómo ocurrió. De repente comenzaron a hablarse, a pasarse información, a realizar trabajos juntos. Cuando vinieron a darse cuenta, eran una banda criminal que empezaba a crearse una reputación en Aguasnieblas. No como esas maras salvatrucha y dieciocho que sumen al país en la zozobra y que uno encuentra en cada esquina. No robaban celulares ni carteras, ni amenazaban con una navaja en los callejones oscuros. No, ellos se convirtieron en algo superior.




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