La voz

3

Un hombre-león lo miraba desde arriba. El disco solar quedaba oculto por su cabeza, de tal manera que su melena brillaba como oro. El hombre-león sonrió con una sonrisa roja, de sus grandes y afilados dientes caían gotas de sangre. Se llevó una zarpa al hocico y olfateó una mano humana. Cristian reconoció el reloj en la mano. ¡Era su reloj! ¡Era su mano!

El monstruo dio un gran mordisco, separó un trozo de carne de la muñeca y empezó a masticar. Se veía la carne en su boca, húmeda y roja, y sus dientes, el monstruo comía y sonreía. La sangre rezumaba y se escurría por su mentón, y goteaba.

Cuando la primera gota de sangre cayó sobre su mejilla, Cristian empezó a gritar.

Despertó gritando y calló poco después. El miedo lo paralizó al no reconocer el lugar en el que estaba. Su habitación, desde luego no era.

Poco a poco empezó a serenarse y empezó a recordar, lo que evitó que lograra calmarse por completo.

Se encontraba a mitad del bosque, entre matorrales. Sentía un dolor punzante en el lado izquierdo de la cabeza, y al palparse la sien, retiró la mano cubierta de sangre.

«¿Dónde estoy? ¿Y por qué sangro?»

Escuchó un ruido como de chapoteo no muy lejos y se puso de pie de un salto; corrió a ocultarse detrás de un árbol.

Miró hacia el Arroyo, que distaba unos cincuenta metros. Vio la superficie ondularse alrededor de un bulto que iba bajo el agua. De inmediato vino a su mente la silueta del hombre-sapo y sintió la necesidad de echarse a correr. Lo habría hecho de no ver antes la cabeza que asomó entre las ondas.

¡Era Luis!

―¿Cristian? ―llamó su amigo, cubriendo el último trecho del riachuelo para salir a la orilla.

Cristian no se descubrió de inmediato. Se mantuvo tras el árbol un minuto más. Era Luis, no obstante, había algo que lo empujava a mantenerse oculto. Los deseos de echarse a correr no habían desaparecido del todo.

De algún lugar le vino la idea de que debía mantenerse oculto, de que debería correr y regresar a casa por otro lado. Es más, tenía la convicción de que no debería volver a ver al muchacho. Además, ¿quién le aseguraba que ese ser de enfrente era el verdadero Luis? ¿No había visto cosas de lo más irreales y aterradores esa mañana?

―¿Cristian? ―llamó de nuevo Luis― ¿En dónde estás, amigo?

―Aquí estoy.

Salió de su escondite. Estaba seguro de que su intención era seguir oculto, pero hubo algo que lo impelió a mostrarse.

―¡Gracias a Dios!

―Lo encontré, Kate. Está aquí.

―¿Está bien?

No, no estaba bien. Ni física ni mentalmente. Luis lo tomó de un brazo y lo llevó hasta la corriente sin preguntar nada. Cristian dio pasos inseguros. Luis notó que los ojos de Cris se abrían espantados a medida que se acercaban al arroyuelo.

―Vamos —instó—. Al otro lado veremos qué podemos hacer con esa herida de la cabeza.

Claro que Luis no había visto lo que Cris vio esa mañana, cuando cruzó para buscar al autor de la Voz. Cristian había visto un enorme río de un kilómetro de ancho, color plomo el agua y cubierto de neblina. En esos momentos veía el Arroyo de siempre, no obstante, su mente evocaba la imagen del aterrador río con espantosa precisión.

¿Y si al entrar al agua el río volvía a transformarse y se veían sorprendidos por los monstruos que lo habitaban?

La presencia de Luis, y de Katherine al otro lado, llamándolos, diciéndoles que se dieran prisa, logró mitigar un poco su miedo y pudo cruzar, no sin mirar cada tanto a todos lados, pensando en todos los monstruos que podría haber ahí.

―¡La uña! ―musitó Katherine cuando llegaron a su lado del arroyuelo. Se llevó las manos a la boca y tembló. Sus ojos se pusieron vidriosos. Empezó a llorar.

Cristian se sentó en una raíz. Luis se acuclilló al lado de la muchacha. Nadie dijo nada mientras la chica lloraba. Luis le puso una mano en el hombro, incapaz de hacer algo más.

Fue ese un momento solemne, un momento de comprensión. Fue ese un momento en que el vínculo cobró forma y solidez, aunque todavía faltaban los otros dos. Comprendieron algo que no comprendían. Incluso la naturaleza participó de ese momento. El rumor del agua pareció hacerse más débil y el viento amainó casi por completo. El cotidiano trinar de las aves cesó como por ensalmo.

Comprendieron que los tres habían sido víctimas de la misma villanía. Katherine usaba sandalias de tiras de cuero, su dedo pulgar del pie derecho envuelto en gasas sujetas con esparadrapo. Luis usaba zapatos, pero lo había visto cojear. En el punto donde quedaba su dedo gordo derecho se adivinaba que el zapato estaba tieso por la sangre.

―¡Quítatelo! ―dijo Cristian, cuando los sollozos de Katherine empezaron a remitir―. Nunca se curará por el calor.

El muchacho hizo caso, sin necesidad de preguntar a qué se refería. La muchacha sollozó un minuto más.

Cristian imaginó (no, no imaginó, supo) que bajo la blusa y la playera de los otros dos estaban las heridas donde les habían cortado un trozo de piel. Y si uno aguzaba la vista podía ver el pinchazo en el doblez del codo, donde puyaron con la aguja para extraer la sangre. La muchacha tenía razones de sobra para llorar, él mismo tenía ganas de llorar, sin embargo, las lágrimas no fluían.




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