Levantó la vista justo a tiempo y soltó un gritito agudo, infantil. La figura se desenrolló y lo miró, consternada, los ojos lagrimeantes: era una joven castaña de grandes ojos color miel.
Erick no sabía mucho del amor, no obstante, supo que en ese instante se había enamorado. No solo porque la chica era la más bonita que hubiera visto jamás, sino porque también era la más triste y asustada. A pesar de su propio dolor y de los temores que se retorcían en su interior, su primer impulso fue el de abrazarla y cubrir de besos su frente y sus mejillas, decirle que todo estaría bien, que él estaba allí y que nada malo le pasaría porque iba a protegerla.
Desde luego no hizo nada de esto; se limitó a mirarla con la boca abierta por la sorpresa. Si una abeja hubiera pasado en ese instante frente a su rostro, habría encontrado una bonita cueva en la que pasar a hacer una visita de cortesía.
Se miraron durante un minuto, en silencio. La una con los grandes ojos vidriosos, surcos de lágrimas en sus mejillas, el otro, con la boca abierta.
No era un silencio por completo incómodo, un poco raro tal vez. Era el silencio entre dos personas que no se ven desde hace tiempo y que tras encontrarse se miran tratando de dilucidar si se conocen o no. Porque esa era la sensación que embargaba a Erick Fuentes y a Kimberly Belrose al momento de encontrarse junto a uno de los pilares de puente Subín.
Erick miró a una niña de piel clara, de cabello castaño más rizado que ondulado y de mejillas sonrosadas y marcadas por el llanto. Su rasgo más llamativo eran sus grandes ojos castaños o color miel (no sabía si era lo mismo), que volvían más chica su de por sí pequeña nariz y su boca de labios gruesos: eran unos ojos preciosos, que, sin embargo, en esos momentos brillaban tanto por el llanto como por el miedo. No mostraban azoramiento o sorpresa por haber sido descubierta entre sollozos.
A Erick le pareció reconocer e identificarse con su miedo.
La jovencita, Kimberly, vio a un muchachito no más grande que ella, pelirrojo (su cabello era casi rojo, no como el de ella que era de tono caoba), de piel curtida y cabello rizado, tan rizado que casi se pegaba al cráneo en diminutos aros. Vio sus ojos expresivos, grandes, cafés las pupilas, y creyó reconocer en ellos algo familiar.
―Perdona ―se disculpó Erick―, no sabía que había alguien aquí. ¿Te pasa algo? Cuando llegué vi que estabas… que estás…
―Llorando ―terminó por él la chica, que se enjuagó los ojos con la puntilla de un pañuelo―. No tengas pena de decirlo. Estaba llorando.
―Yo, lo siento. ―¿Qué se suponía que debía decir? Había visto a muchas niñas llorar, especialmente en su barrio, donde aún se castigaba a la antigua. Pero eso era diferente, se les castigaba por algo que habían hecho, y él no estaba obligado a consolar a nadie. ¿Será qué ella también había llevado a cabo alguna travesura? No era su obligación consolarla, sin embargo, una parte de él anhelaba ser su consuelo― ¿Estás bien?
―Sí, bueno, no muy bien, en realidad no lo sé. ―Tuvo que limpiarse los ojos para evitar una nueva fuga de lágrimas.
¿Por qué una niña tan bonita tendría motivos para llorar? Entonces se dio cuenta de que era eso lo que lo hacía sentir muy incómodo, o inseguro, y que a su vez era lo que lo impelía a querer consolarla. La niña era muy bonita y él la amaba desde ya. No sabía cómo comportarse con una chica que llora, que no sabía por qué, y que además amaba.
«Sus ojos son tan hermosos que todos los de su salón deben estar enamorados de ella —pensó con una punzada de celos—. Puede que toda la escuela. ¿Pero qué tonterías estoy pensando?»
Erick, por lo general no era cohibido, todo lo contrario, había quienes comentaban que era tan entrometido, parlanchín y bullicioso, que hartaba. Pero nunca había tratado con una niña tan bonita. En realidad, sí, con más bonitas incluso, lo que él no sabía era que Kimberly le parecía la más bonita de todas porque era la primera que de verdad le gustaba.
―Mi nombre es Erick ―dijo al final, incapaz de dar consuelo. De pronto recordó que él estaba igual o más desolado que la chica llorosa que tenía enfrente―. ¿Puedo sentarme?
Lo que Kimberly iba a hacer era levantarse y regresar a casa. En primer lugar, no sabía por qué estaba allí; en segundo, no quería llorar frente a un desconocido; en tercero, tras lo que le había pasado la otra noche, no se atrevía a confiar en nadie, y cuarto, no había dicho adónde iba y sus padres podían empezar a preocuparse. No obstante, la sonrisa del chico era simpática y sincera, cargada de una tristeza que parecía comprenderla.
―Sí, hazlo —terminó accediendo—. Me llamo Kimberly, Kimberly Belrose. ―Extendió la mano devolviendo una sonrisa a medias al muchacho.
―Mucho gusto. ―Apretó con torpeza la suave mano de la muchacha. Se sintió estúpido por sentir el impulso de querer besarle el dorso como había visto hacer en las películas.
Erick se sentó en las piedras del suelo y acomodó la espalda en el pilar de modo que el Subín le quedara enfrente, solo diez metros más adelante. Kimberly quedó muy cerca, medio metro a su izquierda, sentada en una piedra plana que se alzaba unos treinta centímetros sobre lo demás, de modo que parecía una princesa y Erick su súbdito. El muchacho habría estado encantado de serlo.
La muchacha lo observó mientras se acomodaba. No sabía por qué, pero le resultaba simpático y mono, y por alguna razón se sentía menos sola y confortada con su presencia. De pronto sus ganas de llorar habían remitido.