La voz

11

Esa noche Cristian tuvo pesadillas.

La noche anterior también las había sufrido; pesadillas en las que volvía a ser perseguido por monstruos hasta que lo acorralaban contra el inmenso río argénteo cubierto de ominosa neblina.

Pero esa noche no soñó con los monstruos, quizá porque estaba seguro de que las visiones quiméricas eran solo imaginación, producto de su mente manipulada por la Voz.

Esa noche soñó con él mismo, que, en cierta forma, fue más terrible.

Revivió una y otra vez lo ocurrido la noche anterior. En el sueño se veía así mismo golpeando primero al Halcón y luego arremetiendo con ciega furia contra el Sapo. Era tanta la saña que se dio miedo; estaba fuera de sí, como poseído. Sin embargo, lo que más miedo le provocó fue la ciega necesidad de matar que lo embargaba. Y no saber de dónde provenía esa necesidad lo aterraba todavía más.

Después de la ciega rabia y el miedo, sintió infinita gratitud hacia Luis y Erick por haberlo detenido. Luego sintió otra vez miedo, esta vez mezclado con vergüenza, por querer volver a la carga, por querer terminar lo que había empezado.

Que él supiera no era un muchacho inquieto ni violento. Si había de creer a sus padres (y él no tenía ningún motivo para dudar de sus progenitores), desde pequeño era un chico calmado, poco dado a los arrebatos y aborrecedor de las peleas. No es que nunca se hubiera agarrado de las greñas con otro chiquillo, pero solo cuando de verdad lo sacaban de sus casillas. Eso a decir de sus padres.

En cuanto a él, hasta donde alcanzaba la reminiscencia, se recordaba de manera similar a la que lo describían sus progenitores. Nunca le gustó insultarse o pelear con otros muchachos. No peleó más de dos o tres veces en el kínder a pesar de que siempre le quitaban sus juguetes favoritos; no peleó en la primaria cuando le robaban los lapiceros o cuando en los juegos de béisbol, Simón, un huérfano del orfanato, siempre le lanzaba al cuerpo cuando hacía de pitcher. Tampoco se enfrascó en ninguna pelea en los primeros dos años del básico, ni con sus compañeros de escuela ni con sus vecinos de zona.

Que él supiera no era violento en manera alguna.

También odiaba el contacto físico. Por ello era amante de los deportes como aficionado, no como practicante.

Claro que, como todos, en la vida había sentido rabia y frustración, también odio, y también se había enamorado, pero nunca fue vehemente a la hora de exteriorizar esas emociones. Pero esa noche, con el hombre-sapo, las cosas habían sido muy diferentes.

«Puede deberse a que nunca he estado en una situación de extrema tensión. Quizá se deba a que nunca había estado en ninguna situación en la que deba mostrarme violento para protegerme a mí o a los míos ―elucubró por la madrugada, despertando por enésima ocasión de la misma pesadilla―. O quizá sea un psicópata».

Por alguna razón el último pensamiento lo dejaba sin respiración. La sola idea de ser un loco le aterraba hasta límites indecibles. O peor aún, quizá se hubiera endemoniado. Quizá la Voz lo había manipulado para que matara, con el fin de torturarlo como se estaba torturando esa madrugada o incluso para que fuera a parar a la cárcel.

Lo cierto era que por más que pensara no lograba sacar nada en claro. Lo único evidente era que estaba asustado. Él no quería matar, no se quería convertir en un criminal. No podría ver a nadie a la cara si hacía algo así. No podría.

El resto de los chicos no dijeron nada respecto al episodio violento, pero él había visto cierta reserva en sus gestos y la mayoría del tiempo evitaban mirarlo a los ojos. ¿Qué era lo que veían? ¿Un monstruo, quizá?

Lo de sus ansias asesinas no era lo único que ocupaba su cabeza. Estaba el otro asunto, el de los enmascarados y lo que iban a hacer con la piel, la sangre y las uñas que les habían arrebatado. Era esto lo que más miedo le provocaba, lo que más incertidumbre le causaba. ¿Qué era lo que planeaban hacer? Fuera lo que fuera, sabía que no era nada bueno y, sospechaba, ellos serían los principales perjudicados.

Al pensar en los Cazadores irremediablemente pensaba en la Voz, y luego en eso otro.

«No fuimos al puente por azar ―sopesó―. Los tres sentimos que debíamos caminar en esa dirección, seguros de que cuando halláramos lo que buscábamos lo reconoceríamos. Y lo hicimos, al menos me pareció que sí. Abatimos al tipo de la máscara de halcón. Bueno, no lo abatimos, lo hice yo. Después bajamos y vimos a los otros correr al otro lado del puente. Me pregunto si también bajamos porque algo nos guio o fue solo por mi insensato deseo de matar al Halcón. Me pregunto si corrimos y auxiliamos a los otros por mero azar o porque ese algo todavía nos guiaba, a pesar de que en ese momento lo único que deseaba era moler a palos al Halcón. Fue el que atracó a Luis, y él no parecía muy deseoso por cobrar venganza. Solo yo.»

También se le había ocurrido que ese algo que los llevó al puente lo usó para sus propios fines. Quizá los había guiado hasta ese lugar, no para que ayudaran a los otros, sino para que terminaran con el primer tipo, y cuando de pronto cambió de objetivo, trató de hacer que eliminara al otro. Si bien solo lo había usado a él, no a los demás. Los demás evitaron que cometiera homicidio.

«Estoy buscando excusas —se dijo—. Recuerdo el odio y la furia como míos, quizá un poco extrañas, pero en esencia eran emociones mías, no implantadas por alguien más. Fui yo quien quería matarlos. Puede que sea mi forma de reaccionar a lo que me hicieron. Pero, ¿y si de verdad alguien me estaba usando?»




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