La voz

12

El tamarindo, que estaba en el Tamarindo, era un árbol muy grueso de raíces nudosas, una tercera parte de las cuales sobresalían por la orilla erosionada del Arroyo y se internaban en el agua. Si uno no sabía que eran raíces podía fácilmente confundirlas con una serpiente.

En cierta ocasión, cuando Cristian tenía once años, recordó haber visto la película “Anaconda”, la primera. Le pareció muy divertido jugar a que las raíces nudosas eran no una, sino docenas de anacondas que iban tras él, mientras él escapaba y las mataba con su espada, que no era otra cosa que un chicote pelado de caulote.

El juego perdió rápido su atractivo cuando empezó a tener miedo de verdad y le pareció que una raíz se movía y se lanzaba sobre su pierna sumergida. Dejó de jugar y salió del agua, asustado. Pese a todo, nunca había dejado de ir a su lugar favorito del Nacimiento.

Fue allí en el Tamarindo, donde, escondida tras unos matorrales, encontraron a Kate la mañana del domingo. Y fue ahí donde Cris cruzó al otro lado respondiendo al reto de la Voz solo para ver cómo su adorado Arroyo se convertía en un gigantesco y tétrico río de plomo.

Igual que a los once años, no le había cogido miedo a su lugar especial. Ni él ni Luis.

Así pues, fue bajo la sombra que la frondosa copa del tamarindo ofrecía donde se reunieron a la mañana siguiente. Estaban solo Cristian y Luis ya que ninguno de los otros chicos pudo acudir a la reunión. Que solamente pudieran reunirse ellos los desanimaba. De alguna forma sabían que dos no podrían hacer nada, fuera lo que fuera que había que hacer.

En resumen, tanto a Katherine como a Kimberly y a Erick, los habían castigado.

Kate encontró a su padre transformado en una bestia taimada.

El adulto había vuelto del trabajo a las seis y media de la tarde, la mente puesta en el partido de fútbol que pasarían esa noche, en las seis latas de cerveza que se tomaría, y en un buen plato de comida. El fútbol lo empezaron a transmitir a las siete en punto, las cervezas estaban en la nevera y abrió una lata, de la comida no había rastro alguno; de la comida y de su hija.

«Esa hija de perra», masculló en su mente apurando un buen trago de cerveza. No se molestó en llamarle, ya sabía que no contestaría. Se terminó la primera cerveza y fue a por la segunda, pero antes se preparó para recibir a su hija.

Cuando Kate cruzó el umbral del hogar, pasados varios minutos de las ocho de la noche, las cervezas se habían acabado y el partido en la televisión olvidado. Sergio López esperaba en el sofá, una pierna sobre la rodilla, el característico cinturón de cuero cruzado en el regazo. No preguntó dónde andaba, simplemente se levantó, la cogió por el cabello y empezó a azotarla mientras le gritaba las palabras de costumbre, donde la palabra con P era la que más se repetía.

Esa noche Katherine le preparó la cena con sendos lagrimones en los ojos, deseando tener a la mano algún veneno potente para ponerle a los frijoles. ¡Era tan injusto! Y todo lo solucionaba a golpes. Sin embargo, no creía que fuera posible contarle (aún en el caso de que el señor quisiera escuchar) por qué no estaba en casa cuando él volvió, ni que pensaban (ella y otros cuatro chicos) que algo muy malo iba a ocurrir si no hacían algo. Así pues, no dijo nada, resistió la tunda con coraje y entereza, y luego le preparó la cena. Además de la golpiza, estaba advertida sobre salir el día siguiente.

Amaneció toda adolorida, los muslos y las nalgas le escocían; por una vez decidió obedecer a su padre.

Kim no recibió un trato ni mucho menos parecido al de Kate, aunque de igual manera terminó castigada. Recibió regaños, si bien estos no eran de enojo, sino de preocupación y miedo, miedo a que algo le hubiera pasado.

La castaña muchachita se había desaparecido desde las cuatro de la tarde, sin decir nada a nadie, y había tenido muertos de preocupación a sus padres. Los señores Belrose incluso habían dado aviso a las autoridades, puesto que Kim no contestaba ningún mensaje ni llamada.

―Con toda esa gente que muere o que es secuestrada, cariño… ―Johanna Belrose lloró en los hombros de Kimberly. Era la primera vez que su hija les hacía pasar un susto de esa magnitud― Y tú que eres una niña tan preciosa, nuestra única hija. Y si te secuestraban y te v-v-vi-vio…

―No digas más, Johan —atajó el padre, horrorizado ante la palabra con “v” que su mujer iba a escupir a la cara de la pequeña.

―Pero estoy bien, mamá, papá. Lo siento. No pensé. No volverá a pasar.

―Por supuesto que no pasará de nuevo ―era la voz severa de padre―. Porque estás castigada. Tienes prohibido salir de casa hasta nuevo aviso.

Y ese nuevo aviso, por lo general, tardaba varios días en llegar.

A quien menos se esperaba que castigaran era a Erick. Por lo general era un chico vago que acostumbraba regresar a casa a las nueve y diez de la noche. Y como tenía varios días sin salir, no esperaba que le recriminaran nada.

En realidad, no fue tanto un castigo, más bien un modo algo retorcido de cobrar venganza por parte de los señores Fuentes.

―Así que el muchacho ya se siente bien para andar de vago ―comentó la señora Fuentes, las manos en la cintura, el ceño fruncido―, pues el muchacho ya se siente bien para ir al trabajo con su padre ―concluyó. Y si se le caía el pie por el tétano, fue algo que no le preocupó en absoluto en esa oportunidad.




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