La voz

13

El entusiasmo desapareció pronto, la realidad era demasiado atemorizante para que un destello de confianza y seguridad se impusiera. Y la realidad era que podrían estar marchando directo a la boca del lobo. Además, estaba Elliam, que parecía saber todo lo que hacían. ¿Cómo pelear con alguien que sabe lo qué vas a hacer y que incluso puede dirigirte para que hagas lo que él quiere?

―Es calle Subín arriba ―comentó Cristian, mientras maniobraba entre las calles de Aguasnieblas―. Los llevaron en esa dirección. ¿Crees poder reconocer la cabaña?

―Demasiado bien ―respondió Luis, era un recuerdo fresco y terrible―. ¿Y si están allí?

―Es una Pulsar de unos dieciocho caballos de fuerza ―fanfarroneó Cristian―. Podemos escapar de casi cualquier vehículo.

―O matarnos en el intento ―señaló Luis.

Cristian soltó una risotada.

―No pienses que esto será de una vuelta y ya ―advirtió―. No creo que esa cabaña esté cerca de la carretera. Recuerda que los dejaron gritar a todo pulmón, y no parecía que eso les preocupara. Aun cuando por esta calle no transite un alma por la noche, no se arriesgarían a que alguien los escuchara. Seguro está en el interior, lejos de todo.

―¡Carajos, es verdad! Costará un huevo dar con esa con ese lugar, entonces.

―Probablemente cuatro, los de nosotros dos.

Rieron un rato, mientras terminaban de desembocar en calle Subín. Era ésta una calle de terracería, donde las piedras sueltas podían hacerlo caer a uno de la moto. Era ancha allí en la aldea, pero a medida que se perdía río arriba se volvía muy angosta, tanto que, si dos coches se encontraban, uno tenía que salir un trecho de la calle para que el otro pudiera pasar. Discurría al suroeste, siempre flanqueada a un lado por el Subín y al otro, por fincas ganaderas o de cultivos de granos básicos: maíz, frijol, ajonjolí, entre otros.

Dejaron atrás el pueblo al cabo de unos minutos. El cielo seguía encapotado, dándole al agua del río un color verde oscuro. En el camino se encontraron con varios campesinos y ganaderos, y todos se les quedaron mirando con gestos desconfiados y hoscos, preguntándose qué hacían allí dos chicos con ropas más acordes para dar un paseo que para ir al trabajo arduo del campo.

A esas horas del día había gente en casi todas las fincas, lo que consoló un poco a los muchachos: si algo les sucedía, al menos habría testigos.

Cristian condujo calle arriba, en realidad, sin ningún plan concreto. Se sentía un poco torpe al ir en busca de la cabaña sin tener idea realmente de dónde buscar. Es más, ni siquiera recordaba dónde había estado el auto del profesor y su alumna amante. Pero reconoció el lugar en cuanto estuvo allí.

―Fue aquí ―señaló, deteniéndose a un lado del camino.

En esa parte el número de fincas en uso era menor, y ellos se detuvieron al lado de un terreno donde la vegetación había vuelto a crecer, alcanzando una altura de más de dos metros.

―¿En serio? ―se sorprendió Luis―. No parece diferente de lo que hay por delante ni de lo que dejamos atrás.

―Pero fue aquí, estoy seguro, créeme.

―Te creo.

Luis tenía razón en una cosa: todo hacia adelante y hacia atrás era uniforme. Solo pasando un centenar de veces con los sentidos aguzados llegaría uno a diferenciar algo de lo demás. A la izquierda discurría el Subín, quizá unos cien metros maleza adentro, puesto que por ese punto empezaba a curvarse hacia el sur; y a la derecha se presentaba una densa vegetación formada por arbolillos y bejucos y malas hierbas. A derecha e izquierda todo era monte, todo igual. Sin embargo, Cristian estaba seguro de que ese era el lugar. No había manchas de sangre, ni huellas de los neumáticos, pero la sensación de haber estado allí era palpable.

―Aquí fue ―repitió, acompañando la afirmación con un enérgico asentimiento de cabeza.

―De acuerdo, de acuerdo. ¿Y ahora qué?

―Continuemos. Vi venir el auto de más adelante.

Condujo más lento todavía, y empezaron a observar en serio. Cada uno había cogido un lado del camino.

Cristian vigilaba el lado izquierdo, donde la vegetación era más exuberante que en el lado contrario. No albergaba esperanzas de encontrar la cabaña, que sería demasiado; sí esperaba descubrir algún indicio que le guiara en la dirección correcta.

A esa altura, el rumor del río era apenas un susurro, clara señal de que seguía doblando hacia el sur, mientras la calle continuaba recta en dirección suroeste.

Y entonces frenó de golpe, creyó advertir algo.

A la derecha, la vegetación de poco más de dos metros que crecía en parcelas en desuso, hacía rato que había dado paso al bosque. Se encontraban bastante lejos de Aguasnieblas, a muchos kilómetros a decir de Cristian.

―¿Por qué te detienes? ―inquirió Luis, que se sobaba la nariz por el encontronazo que se dio contra la espalda de su amigo al frenar este sin previo aviso.

Cristian no respondió de inmediato, dio la vuelta y regresó los metros que se había pasado del punto que le llamó la atención. La vegetación hasta ese punto, ya lejos de la civilización, se había convertido en un bosque de árboles pequeños, arbustos, enredaderas y un sinfín de plantas más. Se detuvo entre dos caulotes de frondoso ramaje, donde el zacate, aunque de pie, presentaba un tono amarillento comparado con el verde de los demás.




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