La voz

14

La escondieron lejos del sendero practicado por los Cazadores, de modo que, si estos llegaban o salían, no la descubrieran por casualidad. De más está decir que no podían ir por la trocha con la motocicleta, lo mejor sería mantenerse ocultos. Aunque con Elliam, puede que toda precaución fuera inútil. De todas maneras, había que intentarlo.

Además, Cristian no olvidaba lo de la noche anterior: se habían escondido al otro lado de la calle, justo enfrente de donde se detuvo el auto de un solo faro para recoger a su compinche. Fácil habría sido para Elliam enviar a sus esbirros a por ellos, pero, o no quiso hacerlo, o por alguna razón no los pudo encontrar. De modo que no descartaba que hasta el momento permanecieran invisibles para la Voz.

Se pusieron en marcha en cuanto estuvieron seguros de que la motocicleta quedaba bien oculta. No quería ni pensar en lo que dirían sus padres si llegaba a perderla en ese sitio. «Peor aún, ¿cómo haríamos para regresar?» Con todo, que le robaran la moto era una preocupación menor.

Intentaron caminar entre la vegetación, apartados del sendero, para darse por vencidos poco después. Era muy dificultoso avanzar en un sitio tan frondoso, cada paso requería un gran esfuerzo pues las ramas bajas de los árboles y las enredaderas lo cubrían todo. Al final terminaron decantándose por el camino, con los oídos muy aguzados por si alguien se acercaba.

Arriba, el cielo seguía encapotado, lúgubre, invariable. Resultaba imposible saber la hora si uno se guiaba por la luz solar. Era mediodía según los celulares, pero por el fresco, bien podían ser las seis de la mañana.

A su alrededor, la selva, medio cortada por el camino, daba la sensación de estar en puja por volver a unirse, y ellos estaban en el centro. Era como estar en medio de dos autos que aceleran vez tras vez, sin moverse, pero que en cualquier momento pueden hacerlo, y si uno está en medio… Por supuesto, era imposible que el bosque se uniera en esos momentos y les hiciera daño, sin embargo, la idea permanecía.

―¿No tienes la sensación de estar yendo a una trampa? ―preguntó Luis tras unos quince minutos de marcha.

En realidad, lo que Cristian sentía era una especie de abandono, de apatía. Como si alguien lo hubiese dejado a propósito a merced de la selva y de lo que fuera que los esperaba más adelante. En esos momentos no sentía peligro cerca o miedo, solo indiferencia. Pero puede que fuera allí donde residiera la trampa. Si los enmascarados los estaban esperando en la cabaña, no estaba seguro de tener la presencia de ánimos para intentar escapar.

La cabaña apareció frente a ellos de improvisto, cuando nadie lo esperaba. Simplemente terminaron de salir de una curva y se encontraron frente a un espacio despejado de árboles y arbustos. El zacate solo había sido cortado allí donde el auto pasaba para aparcarse frente a la cabaña, en el resto del terreno permanecía crecido y era fácil adivinar los tocones de los árboles que sólo habían sido cortados a una altura de un metro.

En apariencia, la cabaña no era más que un viejo cobertizo de unos diez metros de largo por cinco de profundidad, de toscos horcones y tablas más toscas y viejas, de una sola agua, de láminas igual de viejas y herrumbrosas. Solo en apariencia. La sensación de miedo y respeto que inspiraba era poderosa.

Estaba allí, inmóvil, fea, casi un adefesio de construcción, sin embargo, se las ingeniaba para parecer poderosa y dar la sensación de que en cualquier momento abriría las puertas para dejar salir un mar de horrores.

La apatía desapareció para cederle su lugar al temor.

―Es aquí ―dijo. No era una pregunta.

―Sí ―susurró Luis, trémula la voz.

Cristian haló de la manga a Luis y se escondieron entre la vegetación. Habían permanecido al menos un minuto frente a la chabola, si había alguien por los alrededores, sería un milagro que no los hubieran detectado.

―Tenemos que ir a ver ―indicó Luis.

―Creí que tenías miedo.

―Hasta la médula ―confesó Luis―. Pero ahora que estoy aquí, quiero ir. Pensé que podríamos tomar algunas fotos, con ellas demostraremos con facilidad que no estamos mintiendo.

―Bien pensado, pero mientras, vigilemos un rato, para estar seguros de que no están allí dentro.

«Para asegurarnos de que no hay nadie dentro y para controlar mi miedo», pensó para sí. Porque ahora estaba asustado. El aspecto de la cabaña era lamentable, sin embargo, despertaba en los corazones el miedo, como si el alma de los horrores que sufrieron los chicos fuera la cabaña, y no los Cazadores ni la Voz.  

El conjunto en sí era desolador. La solitaria cabaña, en medio de tocones, en medio de pasto crecido y más allá, el rumor del río, que no estaba tan lejos. El cielo negro le daba a todo un aspecto más sobrecogedor y la ausencia de ruidos de la vida selvática era claro indicio de que ese lugar no era normal.

Observaron en silencio, la mayoría del tiempo vigilando la cabaña; otras veces, mirando atrás y a los lados, a menudo tenían la sensación de que algo se acercaba cuando ellos no miraban. Al final, se miraron, asintieron y salieron al espacio descubierto.

Se acercaron a la puerta a paso raudo, pues la sensación de que había algo tras ellos no desapareció. Descubrieron con sorpresa que la puerta estaba abierta. Tenía puesto un candado en dos anillas de hierro, pero no había sido trabado. Ambos jóvenes se miraron, pidiendo confirmación y ánimos. Asintieron.




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