La voz

16

Ethan Cáceres bajó las escaleras con rostro indescifrable. Era imposible saber qué pasaba por su cabeza, ni si estaba molesto, triste o asustado, o todo a la vez. Lo acompañaba Luis Montes padre, con una expresión de: “¿Qué carajos pasó aquí?” Fuera lo que fuera lo que les hubiera dicho el oficial Henrich, no había despejado todas sus dudas.

Cristian y Luis esperaban fuera de la comisaría, sentados en los escalones que llevaban al edificio. Los acompañaban sus madres, quienes se habían esmerado en limpiarlos mientras insistían en llevarlos a casa. Los chicos, testarudos, se negaron a moverse. A su alrededor, tres patrullas y decenas de policías se preparaban.

«Sin duda son muy discretos», pensó Cristian con ironía. Se imaginaba que esa mini caravana de patrullas llamaría tanto la atención como un incendio. «Si están en su guarida, los oirán a kilómetros». Aunque en ese aspecto, no creía tener poder para hacer cambiar de parecer al oficial Henrich.

―Bien, chicos ―dijo Ethan, plantándose frente a los dos chicos―. Han sido muy idiotas y muy valientes, cosa que me preocupa, pero también me enorgullece. Ahora es tiempo de ir a casa. Esto ya no es asunto nuestro ni suyo. Henrich se hará cargo, es lo mejor. Así que vamos a casa.

―Es lo que más deseo ―confesó Cristian―, ir a casa, dormir y dejar todo esto en el pasado. Si bien sería mejor despertar y descubrir que todo ha sido solo una cruel pesadilla. Pero sé que es real, así como sé que aún no puedo ir a casa. Tengo que ir con el oficial Henrich, papá.

―Tenemos que ir ―apuntó Luis.

―¿Por qué?

―No lo sabemos. Solo… lo sabemos.

―¡Ey, chico! ―Henrich se acercó con su uniforme impoluto, su enorme barriga, y su arma reglamentaria en la cadera izquierda―. Ya está todo listo para ir a por esos degenerados. Solo nos falta un dato.

―La dirección ―se adelantó Cristian.

―En efecto. Necesito que la des lo más exacta posible. Sé que en esos rumbos no hay mucho en lo que guiarse, pero algo debe haber. ¿Crees poder dibujar un croquis?

―Sería muy difícil ubicarse para ustedes, aun cuando yo fuera preciso ―señaló Cristian―. Lo mejor será que nos lleve con usted.

El rostro del oficial Henrich se contrajo en un rictus de sorpresa, y los de sus padres se pusieron pálidos, horrorizados. Henrich sabía que no podía llevar a un menor, ni a dos, iba contra la ley, y podía ser muy peligroso. Aun así, tenía que reconocer que el chico llevaba razón.

―Llevaré a uno ―accedió―. Solo a uno.

Cristian y Luis cruzaron una mirada. Una mirada mucho más profunda de lo que los presentes notaron, una mirada en la que llegaron a un acuerdo. Asintieron tras unos segundos, sabedores ya del papel que les tocaba. Cristian iría con la policía y Luis se quedaría, no para descansar y dormir, sino para mantenerse alerta y a la espera. De alguna forma sabían que no todo estaba dicho.

―Iré yo ―dijo Cristian.

―Sí, claro que serás tú. —A Henrich no le sorprendió la decisión.

Después de una charla entre los señores Cáceres y Henrich, donde la madre le pedía encarecidamente que cuidara a su hijo y Ethan amenazaba con destruir su carrera y meterlo en prisión por lo que le restaba de vida si algo le sucedía a su único hijo, y el oficial aseguraba que jamás lo expondría a un peligro mayor que aquel que corría al señarles el camino, la caravana se puso en marcha. Las patrullas enfilaron por Jesús hacia el sur, camino de calle Subín, y de allí río arriba hasta la guarida de los Cazadores.

Luis vio alejarse las patrullas desde la banqueta, bajo un brazo que su madre pasaba protector por su hombro, consolándolo por el horror sufrido, pero también sujetándolo como para que no escapara de su regazo. De pronto temía por su hijo y tenía la sensación de que si no lo sujetaba con fuerza se lo arrebatarían.

Todavía bajo el brazo de su madre, Luis deseó suerte al oficial Henrich y a sus subordinados, sobre todo, la deseó a Cristian. De pronto, ahora que se marchaban, no estaba seguro de si iban en la dirección correcta. Durante un suspiro estuvo seguro de que hacían justo lo que Elliam quería.

―Ven, es hora de ir a casa ―dijo Luis padre, dándole un apretón cariñoso en el hombro―. Ya no hay nada que hacer aquí.

―Vamos. ―Antes de irse se volvió hacia los señores Cáceres, que con gesto preocupado miraban hacia la calle, a pesar de que la caravana ya se había perdido de vista. Miraban como si con el solo deseo y su vigilancia pudieran proteger a su hijo―. Va a estar bien ―les dijo.

Los Cáceres le sonrieron con gratitud.

El sol tocaba con uno de sus cantos el horizonte cuando subieron al viejo Toyota de los Montes, y el coche traqueteó como una cafetera al ponerse en marcha.

Luis pensó que debería sentirse feliz de que todo estuviera cerca de desembocar en un final, o al menos tranquilo de que ya lo sabían los padres y las autoridades. Lo cierto es que se sentía triste y solo. Su madre seguía abrazándolo en el coche, no obstante, el sentimiento de soledad permanecía.

En el pequeño trayecto hasta casa, sus padres insistieron en que contara todo lo que había ocurrido, a la vez que cuestionaron por qué no lo había hecho desde el principio. Lo acribillaron con las típicas preguntas de unos padres preocupados. Luis se mantuvo en silencio. Apenas les dijo que otro día. A regañadientes, sus progenitores dejaron de insistir.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.