La voz

18

Caía la noche al momento de salir de Aguasnieblas. Cristian iba en la primera patrulla de la fila, en el asiento del copiloto del coche que conducía el jefe Henrich. En los asientos traseros iban tres policías más, y otros cinco en la carrocería. Eran tres coches de la policía, y uno más del Ministerio Público, cuya camioneta se había unido a la caravana en la intersección de Rodríguez Macal con Subín. Más de la mitad de la fuerza policial del municipio iba en esa expedición. Ese dato debía proporcionarle cierta tranquilidad al muchacho, lo cierto es que no era así.

Un sinfín de pensamientos bullían en su cabeza, entrecruzándose tanto unos con otros que no era capaz de hilvanar nada con claridad. En un momento dado se convencía de que los atraparían, y al instante siguiente tenía la certeza de que iban en la dirección equivocada. Varias veces estuvo tentado de decirle a Henrich de que regresaran, y otras, de que aceleraran. Al final, procuró simplemente mantenerse en su asiento. Debían llegar a la cabaña y, dependiendo del fruto de esa operación, podía pensar en lo demás.

La noche negra ya había caído en el momento que reconoció los dos árboles de caulote que velaban el camino hasta la cabaña. Durante una fracción de segundo estuvo seguro de que los tenían. Como cuando juegas cartas y levantas una del mazo con la certeza de que esa es la buena, que es la que conectará la corrida que estás preparando, que es la que te hará ganar; pero tal certeza desapareció como cuando volteas la carta y te das cuenta de que no es la esperada, solo una cruel broma de la esperanza.

―¿Es aquí? ―preguntó el oficial Henrich, cuando Cristian indicó que se detuvieran.

Apenas terminar la frase, una gran lengua de fuego se alzó a más de un kilómetro tierra adentro.

―Sí ―dijo Cristian, la voz átona―. Y creo que llegamos tarde.

Henrich cogió la radio y dio órdenes a gritos. Encendió las intermitentes y la sirena (quién sabe para qué) y se tiró al camino entre el follaje. De los demás autos saltaron policías y trotaron detrás del coche de Henrich.

Cristian sintió que la poca esperanza que todavía conservaba de prenderlos se esfumaba con cada luz de la patrulla y cada sonido de la sirena.

El camino era estrecho y estaba lleno de hoyos y troncos mal cortados. Las ramas golpeaban los vidrios y los agujeros y tocones hacían saltar el coche. El oficial Henrich estaba deseoso de acelerar a fondo, pero el camino describía muchas curvas con las que esquivaba gruesos árboles, así que se lo pensó mejor. Cristian lo agradeció, no le apetecía quedar estampado en ninguno de esos árboles. Sabía que, por más prisas que metieran, en la cabaña no encontrarían a nadie.

Se detuvieron a veinte metros del claro que los Cazadores limpiaran para construir la cabaña. El claro ya no existía, ni la cabaña, ni el auto. Bueno, si existían, pero ardían como teas y el fuego empezaba a extenderse al resto del bosque. El calor, pese a la distancia, era asfixiante y grises nubes de humo se elevaban al cielo como surgidas de gigantescas chimeneas.

Grupos de policías, arma en mano, pasaron a los costados de la patrulla y dieron un rodeo al círculo de fuego. Cristian estaba seguro que no encontrarían a nadie al otro lado. Los Cazadores ya se habrían marchado. En esos instantes seguro flotaban río abajo, o río arriba, si tenían una lancha de motor.

«A no ser que encuentren algo más», pensó temeroso, imaginando de pronto a un monstruo ígneo que esperaba a los confiados policías.

Henrich hablaba otra vez por radio: daba instrucciones para que guardaran el paso del Subín en Aguasnieblas y alertaba sobre un incendio. Cristian bajó de la patrulla, el oficial le gritó algo, como que se mantuviera en el auto, pero el joven miraba absorto las llamas que lamían con mayor intensidad la verde vegetación. El calor era ya insoportable, no obstante, el chico siguió acercándose.

Mientras avanzaba con pasos cortos en dirección al fuego, pensaba en los monstruos que lo persiguieron al otro lado del Arroyo; pensaba en el Arroyo mismo, que se convirtió en un río de gran envergadura, cubierto de tenebrosas brumas. Todo eso había sido una ilusión de Elliam, para aterrarlo hasta los límites que él deseaba. En aquella ocasión solo estaba él, y Cristian estaba seguro de que ni los mismos Cazadores sabían cómo se miraban desde los ojos del perseguido.

En cambio, en ese momento eran cerca de una treintena, entre policías, Ministerio Público y él mismo. De todas maneras se preguntaba: «¿Tiene Elliam el poder suficiente para influir en la mente de todos? ¿Puede hacernos creer que vemos un incendio cuando en realidad todo es una estratagema para que nos marchemos?  

Cristian siguió acercándose, sintiendo cómo se abrasaba por el calor. Tras él, Henrich hizo retroceder el coche a causa del fuego que se acercaba y después bajó, sin dejar de gritar al chico que se alejara de las llamas. Durante unos instantes no pareció el pragmático jefe de policía, sino un hombre aterrado que mira como un niño camina hacia la muerte. El jefe había llegado a la conclusión de que el chico quería inmolarse.

«El calor es real ―se percató Cris―. ¿O la sensación de calor también es un truco de Elliam? Solo lo tocaré, si quema es que es real. Solo lo tacaré un poquito, solo un poco…» Sudaba a chorros y la piel caucásica se le había puesto roja. Era una sombra avanzando hacia el amarillo y naranja de las llamas. Pisó una parte ya calcinada, que se deshizo en cenizas; le llegó el calor a través de los zapatos y volaron las pavesas. En ese preciso instante Henrich llegó hasta él y lo haló del brazo, alejándolo del fuego que se cernía sobre él




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