La voz

20

Habían formado parejas. Luis estaba con Katherine (aunque no fue él quien las armó), y Kimberly con Erick. No fue fácil convencer a las chicas de que era necesario salir a las calles. La verdad es que nadie quería salir, no en una noche como aquella.

Luis leyó el mensaje enviado por Cristian con creciente espanto. Lo leyó una y otra vez, y con cada ocasión su miedo se acrecentaba, iba comprendiendo todo lo que implicaban aquellas pocas palabras.

Cuando lo leyó por quinta vez se acercó a una ventana, sin terminar de concebir todo. Al tirar de los postigos, una capa de humo le golpeó en el rostro. Tardó cinco segundos en comprender que no se trataba de humo. ¡Era niebla!

Dio tres pasos hacia atrás, más aterrado que nunca. El Smartphone se deslizó de entre sus temblorosos dedos y rebotó en el piso. Al asomarse a la ventana y mirar a la niebla sintió que algo lo observaba y que ese algo estaba por echársele encima. Luego comprendió que no era eso; si bien nadie podía asegurar con certeza qué había y qué no, diez metros más adelante.

Lo que lo aterró tanto fue la niebla en sí. Luis vivía en El Bañadero, un barrio que colindaba con el Arroyo y que distaba unos tres kilómetros del Subín, y al menos cuatro de las Montañas de la Niebla. No eran muchas las ocasiones en que la niebla había llegado hasta esos rumbos, y cuando lo hacía, era tenue, apenas perceptible, interfiriendo poco en el diario discurrir del barrio. Esa vez era diferente, no era densa y palpable como en las cercanías del río, pero casi. Sobre todo, era el aviso de que el ritual iba a llevarse esa noche, en el pueblo.

Los demás chicos no querían salir, principalmente por temor a la niebla. Irónicamente, fue la visión de la misma niebla la que los hizo saltar por las ventanas para escapar de la vigilancia de los padres y reunirse en el parque. La niebla y su extraña consistencia también les hizo pensar que esa noche iba a pasar algo importante, algo de lo que ellos serían el centro a menos que hicieran algo.

Los padres de los demás ya habían sido enterados de la barbarie a la que fueron sometidos sus hijos por unos locos degenerados; ya no estaban castigados, pero tampoco tenían permiso para salir. Decirles que iban ir a buscar a esos locos degenerados estaba fuera de discusión. Así que salieron, amparados en la propia niebla, como ladrones, o como chiquillos fugándose a la fiesta. Solo que en esa ocasión no iban en busca de ninguna fiesta.

Eran cerca de las nueve de la noche cuando por fin se reunieron en parque Central.

Durante el trayecto hacia el parque Luis no se encontró con ningún transeúnte. Las calles estaban desiertas, a no ser por la niebla. En el interior de las viviendas proseguía la vida con cierta normalidad, de cuyas ventanas escapan puntos de luz. De vez en cuando oía el volumen alto de un televisor, la risa de un algún chiquillo y charlas que trataban de lo cotidiano. Pero hasta estos sonidos eran escasos.

Por lo demás, todo estaba silencioso, como si en el fondo también supieran que la niebla era augurio de algo más oscuro y aterrador.

Encontró a Katherine a dos manzanas de su casa, en calle Alah. Lo esperaba agazapada contra una pared, de donde dijo que no se movería hasta que pasaran por ella. Erick y Kimberly ya los estaban esperando cuando llegaron al parque.

Los rostros de los chicos eran máscaras de preocupación. «Más que preocupación son rostros desencajados ―pensó―, perdidos. Como yo, nadie tiene idea de qué es lo que hay que hacer». Esa verdad cayó como una losa en su mente, pesada y aterradora porque era real.

Estaban allí, los cuatro, pero bien podrían seguir en sus casas, pues nadie se animaba a ser la voz cantante e indicar o sugerir qué hacer. Y aunque los hallaran, ¿qué harían? ¿Llamar a la policía, gritar como posesos, lanzarse al ataque como moscas contra un lagarto?

―¿Están todos bien? ―preguntó Luis, aunque era obvio que no.

―Sí ―dijo Katherine.

―Creo que sí ―dijo Kimberly.

Erick se encogió de hombros.

―Supongo que sí. Pero, ¿qué hacemos?

―Buscar ―mencionó Luis―. Fue lo que dijo Cristian que había que hacer.

―Pero habrá que separarnos ―titubeó Kimberly, quien no sentía el menor deseo de vagabundear sola en medio de la espesa bruma.

―Yo no pienso andar sola en las calles ―atajó Katherine, que se pegó a Luis.

No se dijo más. Las parejas quedaron hechas. Todos parecieron conformes.

―¿Qué hay que buscar? ―Kimberly dio voz a las dudas que todos tenían.

«El aquelarre ―pensó Luis―. La reunión nocturna de los Cazadores. Busquen cánticos y oraciones satánicas. Busquen el lugar del que salgan letanías o donde vean sombras horrorosas danzar a la hoguera. Busquen la casa negra con el pentágono pintado a las puertas». Desde luego, todos sus pensamientos eran sandeces.

Donde quiera que estuvieran reunidos, era seguro que parecería un lugar tan inocente o culpable como cualquier otro. «Si es que están en el pueblo ―sopesó―. Tenían una cabaña a muchos kilómetros de aquí. ¿Quién nos garantizaba que no cuentan con otra? ¡Oh cielos! Bien podrían estar en el Arroyo. ¿Por qué llevarían a Cristian allí si el sitio no tuviera una significación especial? Además, encontramos a Katherine por esos lugares…»




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