La voz

21

Las bancas de la iglesia habían sido apiladas contra las paredes. Una solitaria lámpara que pendía del centro de la nave estaba encendida, su luz era amarillenta y las esquinas rebosaban de sombras. En el otro extremo, una cruz de dos metros con Jesucristo crucificado estaba de cabeza. Este detalle le produjo un escalofrío a Jennifer Belrose, Bellarosa.

Amanda cerró las enormes puertas tras ellos y se les unió un minuto después, todavía fuera del círculo de luz. En este esperaban María, la Bruja, tía de Amanda, y David, bastante más recuperado, aunque aún llevaba un parche en la nariz, y bajo la camisa, unas vendas le rodeaban el torso.

―¿No los han seguido? ―preguntó María.

Con su camisón negro, el cabello suelto, y los collares de cuentas, de verdad parecía una bruja.

«Bueno, es que de verdad es una bruja», pensó Jennifer, si bien la idea era desagradable.

―Hemos observado bien ―informó Jaime―. Todo está libre.

―¿La policía, los chicos?

―La policía está ocupada con el incendio. Es posible que los chicos estén con ellos, qué sabré yo. ¿Por qué no se lo preguntas a Elliam?

La Bruja procuró no parecer sorprendida por la referencia al Antiguo, pero el leve sobresalto y sus ojos que se abrieron más de lo normal la evidenciaron. Incluso los demás miembros de la banda dieron un respingo. Era increíble que pese al tiempo que llevaban siendo influenciados por la Voz y, en cierta forma, siguiendo sus directrices, nunca lo hubieran mencionado en voz alta.

―El Antiguo está demasiado ocupado por ahora ―dijo María, en tono que dejaba a las claras que ya no debían hablar sobre él―. ¿Están listos? ―preguntó con ceremonia.

Nadie lo estaba.

Herir, mutilar, asesinar, puede ser algo para lo que mucha gente esté lista; pero nunca se está listo para causarse daño a uno mismo, a menos que seas un desquiciado, y aunque ninguno de ellos era una ovejita inocente, tampoco rozaban los límites de la locura. No obstante, ya estaban allí y la recompensa sería grandiosa. Si alguien titubeó o pensó echarse para atrás, nunca lo demostró.

Cuando las dudas empezaban a presentarse, la convicción llegó como una ráfaga de aire. Uno a uno, los cinco Cazadores asintieron.

―¡Excelente! ―dijo―. Acérquense al círculo de luz entonces.

Los jóvenes se acercaron, recuperado el brío momentáneamente. «La recompensa lo vale. La recompensa lo vale», se repitió Jennifer mentalmente. No levantó la vista mientras se acercaba. No quería ver el Jesucristo profanado, ese Jesucristo al que le rezaba de pequeña y que luego llegó a odiar por permitir que le ocurrieran cosas tan terribles. Pero ahora que lo tenía enfrente, ultrajado de aquella manera, sentía vergüenza y se negaba a mirarlo. Jaime le dio un último apretón antes de soltarla, un apretón que decía que todo estaría bien.

¿De verdad estaría todo bien? Estaban hollando la Casa de Dios. Eso de que la Voz era un ente natural quedaba desmentido en esos momentos. ¿Qué ser natural osaría profanar la Casa de Dios sino un demonio o el diablo mismo? ¿Y en qué lugar quedaba ella, que le servía? Entonces volvió a pensar en lo mucho que odiaba a Dios y los bríos volvieron. Al menos durante un instante, hasta que vio con detalle lo que había bajo la única luz de la nave.

El rasgo más distintivo de las imbricadas líneas era un pentágono y un doble círculo que lo contenía. Entre las líneas del doble círculo había un sinfín de jeroglíficos que, como era de esperar, Jennifer no podía leer. El circulo exterior estaba rodeado de velas, al menos cincuenta, negras, como las que usaron cuando capturaron a las anclas. Había otras líneas que cruzaban el círculo creando extraños patrones; líneas que Jennifer dejó de seguir al sentir que la mareaban, sin hallarle formas concretas. Daba la impresión de que las líneas se movían. Todo era negro y rojo.

Y en el centro de todo, una fea estatuilla, negra como el ónice, con una cara que recordaba a un lagarto, las alas plegadas, como de murciélago, la cola también parecía de lagarto, excepto por la terminación en púa. Jennifer sintió el escalofrío más intenso de su vida cuando los rubíes rojos que la estatuilla tenía por ojos la taladraron, la midieron, la pesaron, y parecieron recorrer su alma con macabra satisfacción.

―¿Es él? ―preguntó, trémula―. ¿Elliam?

La Bruja hizo un rígido asentimiento de cabeza. La pregunta le había molestado. Jennifer tenía la sospecha de que a la Bruja le molestaba que ellos tuvieran conocimiento de la Voz. Es más, sus ojos huidizos denotaban cierto temor; puede que no fuera molestia la que percibió en un primer instante.

―Ahora, acomódense donde yo les indique ―manifestó.

Hizo sentar a cada uno en una de las puntas del pentágono. Encendió una vela blanca y empezó a prender las velas negras del círculo. Jennifer sintió el calorcillo a sus espaldas cuando las velas se encendieron. Agradeció el calor, pues la noche era fresca, no así la sensación de estar encerrada en una celda de fuego. Al estar encendidas la totalidad de las velas, María dio una palmada y la lámpara que pendía del techo se apagó. Una ráfaga de aire frío recorrió la estancia, agitó las velas, y… susurraba, susurraba cosas ininteligibles que ponían los pelos de punta.

La Bruja se sentó en el centro del círculo y puso la fea estatuilla entre sus piernas. Entonces pidió los estuches de ébano, que contenían la piel, las uñas y las medias jeringas de sangre; las otras mitades habían servido para pintar el círculo. Colocó los estuches alrededor de ella, de manera que quedaran enfrente de los jóvenes que los habían extraído. Les dijo que se tomaran de las manos. Después, empezó con las oraciones y cánticos, indescifrables para los oídos de los muchachos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.