La voz

23

Jaime, el Seco, miró la afilada hachuela con miedo. Era pequeña, el filo no llegaba a los cuatro centímetros y tenía el peso perfectamente equilibrada. El mango, de ébano, brillaba de pulido, así como la plata del filo.

Había sido herido antes, no solo por su padre, también por gamberros en las cantinas y por rivales de profesión. Había dolido, recordó, pero solo después de que todo terminaba. En el momento de los golpes y las cuchilladas, con la sangre caliente en el cuerpo, nada dolía, nada se sentía. Se podía percibir la sangre hormigueando cálida en la piel, no obstante, no era una sensación del todo desagradable. Podías morir sin darte cuenta. El dolor venía después, y siempre era terrible.

Pero herirse a uno mismo, eso era algo que nunca había considerado hasta que se dejó meter en ese asunto del ritual y la inmortalidad. Ahora tenía miedo, era consciente que iba a ser muy doloroso. También temía no ser capaz, temía acobardarse, soltar el hacha y retroceder derrotado. Pese a la situación, el orgullo de macho permanecía inalterable.

Las semillas de las anclas tenían que ser arrebatadas por la fuerza, infringiéndoles el máximo terror posible. Las suyas, que venían a ser una especie de barcos que se aferrarían a esas anclas para no hundirse (en su caso, para no morir), tenían que ser entregadas de forma voluntaria. Era una forma de decir: “Sí, acepto el precio.”

El resto del ritual serviría para conectar sus almas con las de sus respectivos chico-ancla para empezar a sorber la vida.

Sin embargo, llegado el momento se dio cuenta de que no era nada sencillo. El acto de mutilarse uno mismo requería de una fuerza de voluntad que nunca había necesitado hasta ese momento.

―Anda, hazlo ―pidió la Bruja―, falta menos de media hora para la medianoche.

―¿Tendremos que hacer lo mismo cada vez que… que hagamos este ritual? ―preguntó Jennifer, cuyos ojos abiertos miraban con aprensión el hacha. Su lengua humedecía sus labios cada tanto, nerviosa.

Jaime había pensado hacer la misma pregunta. ¿Tenían que mutilarse cada que consiguieran un nuevo chico? De ser así, cuando llegaran a cumplir quinientos años, serían poco más que sólo muñones.

―Tranquila, querida ―dijo la Bruja―. Puedes calmar tu corazón. No será necesario sino una sola vez. La misma fuerza de la magia conservará la falange que se corten, de manera que, si no la pierden, siempre podrán recurrir a ella para hacer el enlace.

Jennifer asintió, rígido el cuello, tragó saliva, la lengua remojando los labios otra vez, los puños prietos contra los muslos. Amanda tenía el gesto pétreo, fijos los ojos en algún punto del piso; también apretaba los puños contra los muslos. José temblaba levemente (como todos), miraba fijamente la hachuela en manos de Jaime y tragaba saliva cada tanto.

David era el único que sonreía. El Sapo era por mucho el más loco de los tres, y esa noche lo estaba demostrando. Seguro le divertía el semblante de los otros. Pues bien, a ver si sonreía cuando fuera su turno.

La Bruja miraba a Jaime con aire severo, apremiándole a que procediera.

«¡Qué más da!», pensó. Puso el índice izquierdo en el piso y dejó caer la afilada hachuela con ímpetu. Apretó los dientes con fuerza cuando el dolor lo golpeó como un alud. Las chicas dieron un respingo en el momento que el hacha golpeó contra el piso (provocando un ligero chirrido que parecía fuera de lugar) y volaron las primeras gotas de sangre.

El Seco descubrió con ira y dolor que el golpe había alcanzado un tercio de la falange media, no acertó en el centro de la distal y la media como había pretendido. Había cortado el hueso, pero el dedo aún estaba unido a la mano por un jirón de piel. Apretó los dientes y pasó el hacha para terminar la sangrienta labor.

Cuando terminó, pasó el hacha a José, que estaba a su izquierda. No lo miró siquiera, no quería que viera su rostro contraído y sus ojos llorosos. Del dedo fluía sangre y palpitaba como el saco vocal de un sapo; aunque seguro que a los sapos no les dolía tanto cada palpitación.

Jennifer le echó alcohol y le puso una gasa. El alcohol casi lo hace gritar, pero no lo hizo, no enfrente de ella. En cambio, trató de sonreírle, para transmitirle la idea de que todo estaba bien y que no era tan malo; por el rostro lívido de la joven, cualquiera lo diría.

Escuchó el ruido del hacha al golpear contra el enlosado y sufrió un sobresalto. José dejó escapar un gemido y se oyó un nuevo golpe. Al parecer no había cortado del todo el hueso. José pasó la hachuela a David, que había dejado de sonreír, y Jaime se acercó a Ojosrojos para ayudarle con su dedo sangrante.

 El Sapo sonrió una única vez antes de hacer descender la filosa hachuela. Fue el que mejor lo hizo hasta ese momento. Golpeó justo entre las dos falanges, cortando hueso y piel de forma limpia. La sonrisa se le borró cuando el ramalazo de dolor lo alcanzó.

La penúltima fue Amanda, quien permanecía con la vista clavada en el piso. No había visto ninguna de las mutilaciones practicadas por los hombres, y David tuvo que hablarle dos veces para que atendiera y tomara el hacha. Aun así, continuó sin mirar a nadie, y su mano tremolaba al ponerla contra el piso. La otra mano temblaba todavía más.

Todos se percataron de que así iba a ser muy difícil que acertara en la falange. El riesgo de mutilarse la muñeca era considerable.




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