La voz

24

Cristian corría a través de las brumas. Las farolas de la calle eran diminutas luciérnagas suspendidas en el cielo; por lo demás, todo era oscuridad.

Pronto darían las doce. De algún modo sabía que ese sería el punto culminante. No tenía idea de lo que debía hacer si encontraba el lugar en el que los Cazadores se parapetaban y llevaban a cabo su hechizo, solo sabía que debía hallarlos. Después…, ya se vería.

Pasó junto al Nieblas, otras noches alegre por los cinéfilos comentando la última película, silencioso y oscuro esa noche, cubierto de neblina, cual mortaja envolviendo un cadáver.

Dobló en la esquina del Nieblas y subió al Boulevard por la parte del Centro, lugar bullicioso donde los haya; excepto esa noche. Allí, la neblina parecía danzar al ritmo de alguna música inaudible, que se antojaba premonitoria de algo ominoso.

En el Boulevard tuvo el primer titubeo. De pronto, el gancho que tiraba de él hacia el Centro se bifurcó y dejó de sentir el tirón en una dirección concreta. La sensación era de que tiraban de él desde dos direcciones diferentes. La una tiraba hacia el norte, y la otra hacia el sur; hacia ambos extremos de la calzada. ¿Cuál tomar?

Fueron momentos de desasosiego en los que la duda lo hizo su presa. Una duda cruel que le carcomía por dentro. No podían estar en dos lugares a la vez, ¿o sí? ¿Y si el hechizo se realizada desde dos sitios diferentes? Talvez habían armado dos grupos, cada uno encargado de realizar una fase del ritual. Si así era, ¿a dónde ir? Ambos tirones eran igual de fuertes.

Se quedó a mitad del Boulevard, sin mirar a ningún lado. Bajó la vista, y trató de no pensar en nada, procurando descubrir hacia dónde le halaba el tirón más fuerte.

A su alrededor, la neblina danzaba y parecía acoplarse a su cuerpo. Por el rabillo del ojo veía formas, formas que le recordaban a los monstruos que lo persiguieron al otro lado del Arroyo.

Al final cerró los ojos para poder concentrarse.

Sentía la mente fragmentada. Era como pensar en dos cosas a la vez. Se le antojó una situación similar a cuando intentaba centrarse en la tarea de matemáticas y su mente insistía en pensar también en Kimberly Belrose, esa niña bonita que, aunque a la distancia, siempre lo había deslumbrado. En esas ocasiones la mente insistía en tomar direcciones diferentes, sin que pudiera concentrase en una concreta. Esa vez la situación era similar.

Pero no existe solo la mente, ese es un hecho irrefutable. Existe el resto del cuerpo, uno que responde a la mente cuando ordena, pero que en otras ocasiones (muy de vez en cuando) reacciona por instinto. Uno de los órganos más obcecados, el que con más frecuencia se opone a la razón, es el corazón.

No sabría traducirlo en palabras, pero por alguna razón, mientras esperaba a mitad del Boulevard, los ojos cerrados, la neblina danzado a su alrededor, el corazón palpitaba de un modo extraño. Y sabía que no era por los tirones en la mente que lo impelían en dos direcciones diferentes.

El corazón dictaba algo diferente.

Así pues, trató de concentrarse más, de despejar la mente.

Sentía la niebla ondular a su alrededor, sentía la humedad, el miedo y frío del que era portadora, sentía los tirones en la mente. Pero lo ignoró todo.

Poco a poco empezó a oír su corazón, que palpitaba cada vez más lento, acompasado. Sin embargo, sus latidos resonaban hasta sus oídos y de allí, al resto del cuerpo. Era como un tambor que repercutía bajo al principio, aumentando de volumen paulatinamente.

Al cabo de un rato, los tirones de la mente eran débiles, y los del corazón, fuertes.

Al final, la mente quedó relegada a un rincón de su existencia, y todo su ser pareció latir en uno con el corazón, como en eco que se repetía vez tras vez en todo su ser. Y con el retumbar del corazón escuchó una letanía, unas oraciones ininteligibles al principio, pero que al cabo de un instante tomaron significado en ese estado existencial en el que se había sumergido.

No entendió todo; solo lo necesario.

Su rostro estaba vuelto hacia el este en esos momentos. Los tirones mentales, lejanos, persistían, como caricias en los lóbulos de sus orejas, y apuntaban hacia ambos extremos del Boulevard. Sin embargo, el retumbar de los latidos de su corazón se acompasaban y apuntaban hacia aquellos cánticos siniestros, portadores de augurios nefastos. Tras los cánticos oscuros escuchó otros sonidos, todavía más difíciles de explicar con palabras humanas, pero que se antojaban de significados más amenazadores, promesas de un mal innominable.

Todos los sonidos apuntaban a una sola dirección, y no era hacia ninguno de los extremos de la amplia calzada.

Entonces estuvo seguro de qué dirección tomar. Corrió por la avenida más cercana camino de calle Virgilio Rodríguez, cuyo nombre se debía a ese gran escritor que retrató como ninguno las selvas de Petén en sus maravillosas obras; de la misma manera que calle Miguel Ángel debía su nombre al premio nobel de literatura.

Sus ojos iban abiertos mientras corría, pero mentiría si decía que miraba más allá de sus narices. Estaba totalmente rodeado de niebla. Jamás, en sus catorce años de vida, había visto que Aguasnieblas hiciera tanto honor a su nombre. No obstante, siguió corriendo, dejándose guiar más por su fe en su corazón y ese sonido que percutía adelante, que en el sentido de la vista.




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