La voz

25

―¿A dónde va? ―gritó una voz masculina a sus espaldas, puede que Jaime; por el miedo era incapaz de asegurarlo.

―¿Qué pasó?, ¿somos inmortales?

―¿Tía?

Salió de la iglesia a las carreras, presa de un miedo como nunca había sentido. ¿Lo habría detenido a tiempo? Si no era así, esperaba que Dios fuera tan misericordioso como lo proclamaban las religiones para que la perdonara.

¡Qué tonta había sido! Tonta y engreída. ¿Pensar que podía controlar a un ser tan antiguo y poderoso como Elliam, a un demonio?

El antiguo aseguraba haber sido humano en tiempos remotos, y que, en cierta forma, aún lo era. Afirmaba no tener nada que ver con Dios o con el Diablo. Pero para María era un demonio, eso era lo que era. ¡¿Cómo se había dejado engañar?!

Intentó usar sus poderes para reventar el candado del portón que daba a la calle; este ni siquiera se agitó. «¿¡Y cómo¡?, si todo el tiempo quien llevaba a cabo las muestras de poder era Elliam. Y yo, tonta y estúpida, me vanagloriaba de ser la responsable. Nada de que soy una bruja. ¡Una estúpida es lo que soy!»

Buscó con prisas en su bolso y logró abrir el portón justo cuando su sobrina y sus amigos iban a darle alcance.

Era incapaz de quedarse y explicarles lo que había pasado. ¿Cómo decirles que pretendía utilizarlos, que no iban a encontrar la inmortalidad sino la muerte, solo para que ella pudiera liberar y hacerse con una fracción del poder de Elliam? ¿No se preguntaron por qué estaba ella en el centro del círculo? «¿¡Cómo iban a hacerlo!? El Antiguo también hablaba con ellos. Seguro los tenía tan idiotizados como a mí.»

Encontró su antigua motoneta tras una vieja camioneta y puso en marcha el motor que rezongó por la humedad que había absorbido de la niebla. Era un motor viejo, pero fiel, que arrancó rápido y le permitió salir disparada hacia la calle antes de que los Cazadores le dieran alcance. «Si se enteran de lo que iba a hacerles me matarán, pero antes me torturarán más que a las anclas. Y bien merecido lo tendré.»

La niebla, espesa hace unas pocas horas, era ahora menos densa. Con las luces de la motoneta encendida podía ver hasta veinte metros por delante. Las formas amenazadoras que la flanqueaban cuando iba hacia la iglesia habían desaparecido. Pensó que eso era una excelente señal.

Un poco más adelante vio un cuerpo a mitad de la calle. Durante una fracción de segundo se le antojó que era Elliam reencarnado, emergiendo de las profundidades de la tierra para exigirle cuentas por haber cancelado el ritual. “Estaba tan cerca”, le gritaría, y sus manos tumefactas le rodearían la garganta.

No era Elliam. Solo era un muchacho. «¡Una de las anclas! ―se sorprendió― ¡Fue él! Ese muchacho hizo algo para interrumpir el ritual. Bueno, el ritual lo interrumpí yo, pero él debió hacer algo para atraer toda la atención de Elliam, lo que permitió que mi mente fuera únicamente mía al menos un instante, suficiente para darme cuenta de lo que estaba a punto de hacer.»

Dejó atrás el cuerpo inmóvil del chico (¿muerto?), solo para encontrarse con otras dos anclas en la esquina siguiente. «La chica bonita y el pellirrojo colochito». Estos iban corriendo y gritaron “¡Cristian, Cristian!” cuando vieron el cuerpo de su amigo tirado a media calle. A María no le echaron más que una ojeada.

Una manzana después encontró a las dos anclas restantes, que también iban en dirección a la parroquia.

«¿Cómo rayos sabían los mocosos a dónde ir?», se preguntó. La respuesta que imaginó le provocó un miedo diferente.

Pese a todo, todavía tuvo tiempo de pensar en la suerte de las anclas si llegaban a ser descubiertas por los Cazadores. Estaban demasiado cerca, en esos momentos a no más de cincuenta metros. Si los adolescentes miraban a sus torturadores, los reconocerían, y entonces sería su fin. Los Cazadores no se arriesgarían a que los denunciaran. Los matarían ahí mismo. Le habría gustado ver la cara de la muñequita cuando descubriera que su verdugo era su propia prima. Sería una estampa maravillosa, sin embargo, no sonrió. Tenía asuntos más acuciantes.

En el horizonte, hacia el oeste, una columna de humo gris se elevaba como densas nubes. «El incendio». ¿Es que todavía no lo controlaban?

Cruzó el Boulevard y enfiló en dirección a su casa.

La noche fría, con ese frío navideño aún que atería a los aguaneblineros, tan acostumbrados al calor y la humedad, la envolvía y lamía sus manos y mejillas desnudas. Pero el frío no era nada comparado con los escalofríos internos. ¿Qué había estado a punto de hacer? ¿Estaba tan cegada por la ambición que había estado dispuesta a sacrificar diez vidas, aunque cinco lo merecieran?

Mientras hacía el camino a casa llegó a la conclusión de que tenía que irse de Aguasnieblas. Lejos, a oriente u occidente tal vez. Tenía que ponerse fuera del alcance de los Cazadores. Si se enteraban de que había estado utilizándolos… «Nos utilizaron, pero, en primera instancia, pensaba servirme de ellos. Aunque no tienen que saber que los utilicé. Nadie murió. Puedo decirles que el hechizo no funcionó». Sí, eso podría funcionar.

Sintió la estatuilla del feo Antiguo contra el pliegue de grasa de su vientre. Nunca se había considerado una mujer esbelta, y con el pasar de los años nada había mejorado. Si Elliam podía sentir algo desde su cascara sólida, pues que sintiera su grasa y el temblor como gelatina.




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