La voz

27

¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto!

¡Bien muerto!

O al menos, pronto lo estaría.

En cualquier momento cruzaría el umbral de este plano y se encontraría… ¿Con qué se encontraría? ¿El Señor de la Oscuridad? ¿El Creador del Todo?

¿Acaso lo apresarían cadenas de fuego y sería llevado a un lugar de tortura eterna? ¡Ah, y cómo lo mirarían con miradas recriminadoras antes de condenarlo! ¿Acaso habría un Creador al que le daría vergüenza mirar al rostro, ante quien debería postrarse de rodillas y pedir clemencia, pensando que era mejor la vergüenza y la humillación a la eternidad que le aguardaba?

No lo sabía, pero pronto lo averiguaría. Maldijo su mala estrella.

Él, Elliam, otrora humano, después, uno de los desalmados (un nombre estúpido asignado por la banda de estúpidos que se denominó a sí mismo ­abnegados), uno de los pocos seres capaces de alimentarse de las almas aterradas de los hombres para hacerse más fuerte y longevo. Él, otrora poderoso y emperador de vastas extensiones, estaba a punto de morir.

¡Y vaya si lo merecía!

«¿Dónde está ese portal? —se preguntó media vida después— ¿O es que esto es la muerte?» Le parecía que llevaba una eternidad en la nada oscura y vasta.

¡Había estado tan cerca!

Malditos mocosos y malditos antiguos. No él y los suyos, sino los otros, los que se denominaban abnegados, esos idiotas que habían surgido del equilibrio para combatir a los que, como él, habían empezado a destruir a la humanidad para su propio goce y beneficio.

En el pasado lo dominaron y lo enterraron con sacrificios de vidas y gran cantidad de poder. ¿Irónico no? Vidas para salvar vidas.

Por cinco mil años solares estuvo cautivo, el poder de los otros extinguiéndose igual que el suyo. Y cuando él amenazó, esa otra fuerza también atacó, como una conciencia similar a él.

Eligió a los mismos chicos que él eligió, aprovechando que ya los tenía iniciados y los usó para entorpecer sus planes. Y él no podía matarlos desde el principio. Los necesitaba vivos, eran el último eslabón de la larga cadena que venía confeccionando desde hacía veinte años. Su propia necesidad había contribuido al fracaso.

El chico, el que los abnegados escogieron de agente iba arruinar el ritual, así que tuvo que frenarlo. Al principio lo atacó con la mitad de sus fuerzas, pero los abnegados estaban con él y no pudo detenerlo. No le quedó más opción que atacar con todo, confiando en que María concluyera el ritual.

Y lo detuvo, lo mató.

Sin embargo, descuidó a la mujer, que por primera vez en veinte años era completamente dueña de su mente. Fue entonces que se dio cuenta de que durante todo ese tiempo había sido un simple títere. La apresó el pánico y rompió el ritual, justo cuando estaba a punto de conseguirlo, justo cuando iba a apoderarse de su cuerpo para matar a los otros y construir su propio cuerpo.

Para entonces él ya estaba casi muerto, había gastado muchas fuerzas esa noche.

Pero cuando María guardó entre sus ropas la estatuilla que hacía de sello a su prisión en la nada, sintió renacer el vínculo. Durante veinte años estuvieron unidos de forma tan estrecha, cada uno aprovechándose del otro, que no era tan fácil romper un vínculo como aquel.

Si bien en esos momentos la sintió de forma diferente, no como una conciencia lejana que pudiera controlar tirando de ciertos hilos, sino como una realidad palpable. Comprendió eufórico que de algún modo había escapado de su prisión, quizá el hechizo, aunque inconcluso, había cumplido el propósito de liberarlo.

La estatuilla guardaba poder. La usó para amplificar su fuerza y se abalanzó sobre su última carta de salvación. ¿Estaba débil o el hechizo lo liberó sin todo su poder? El asunto es que la mujer era fuerte, lucharon con encono, y al final, se sacrificó. Jamás había esperado un acto tan desinteresado de un alma tan ambiciosa.

Fue entonces que murió.

Estaba muerto.

¡Muerto! ¡Muerto!

Pero, ¿por qué no llegaba a otro plano? ¿Por qué seguía flotando en la nada, vivo pero muerto, con conciencia pero inútil?

De la nada sobrevino un soplo de vida. Estaba como muerto, y al instante siguiente vivía, libre de su prisión, flotando sobre Aguasnieblas (ya no en la nada oscura), ese pueblo que tan cerca estuvo de hacer suyo. No tenía cuerpo, no era una sombra, era solo conciencia, invisible para el mundo material, pero real.

«¿Qué ha ocurrido? ―se preguntó―. Se supone que estoy muerto, perdido todo mi poder».

El punto es que no estaba muerto. Como exhalación fue traído del mundo de la nada a la existencia incorpórea en el mundo material.

«¡Vivo! ¡Aún vivo!»

Su conciencia se encontró flotando sobre el cuerpo inerte de María, la bruja que cortó el ritual frustrando su retorno glorioso. Ver a la Bruja le hizo plantearse que quizá no había muerto, y que por eso él vivía, merced al vínculo que los unía, más fuerte por el ritual incompleto. De modo que sondeó el cuerpo. Lo encontró muerto, frío, inexistente todo halito de vida. La daga había penetrado el corazón y una mancha roja se extendía por el pecho.




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