La voz

Segunda parte: Capítulo uno: Los Cazadores: 1

El 14 de enero empezaron las clases en todos los establecimientos de la República, públicos y privados. O lo que es lo mismo decir, terminaron las vacaciones de la juventud guatemalteca. Y nuestros héroes, adolescentes como eran, no fueron la excepción.

Cristian, Luis y Kimberly, iban al Colegio Privado Prados H. G. (Hugo Gonzáles, el fundador de la institución, según repetían los maestros a todos los alumnos como un mantra). Katherine y Erick asistían al Instituto Nacional de Educación Media Aguasnieblas (INEMA, como ponían en las playeras que usaban en la clase de Educación Física).

El Colegio Prados estaba en Zona 3 y ocupaba toda la manzana de Onceava calle entre Azul y Delfín, una manzana detrás de la comisaría. Tras él discurría el Subín en su paso por el pueblo y su murmullo servía de fondo a las interminables horas de clase. Al principio de curso era un ruido harto esperado por los estudiantes. Durante el receso (incluso durante algunas clases) uno podía recostar la cabeza y dormitar o dejar volar la imaginación acunado por el suave murmullo de la corriente. Hasta parecía que uno se concentraba más con el rumor de fondo. A final de año, era el ruido más insoportable del mundo y todos rezaban para que el ciclo escolar terminara y así dejar de oír aquel maldito murmullo.

El INEMA se ubicaba en Zona 1, en Calle Alah, entre Octava y Novena calle, justo enfrente de parque Central. El Subín pasaba a muchas manzanas de allí, de modo que no había rumor de sus aguas corriendo, pero los autos y el griterío de los niños de kínder y primaria que cada poco atestaban el parque lo compensaban con creces. Todo ese ruido, a veces, se tornaba desesperante. Pero como todo, a principios de ciclo, hasta eso era bienvenido. El tedio venía con el transcurrir de los meses.

El horario de entrada en ambos centros de enseñanza era a la una de la tarde, y el de salida, a las cinco treinta.

Ese primer lunes, 14 de enero, los Elegidos salieron de casa con una hora de antelación. Ninguno de los padres dijo nada, imaginando que era por los deseos de sus vástagos de empezar las clases y olvidar el horror que vivieron tan solo unos días atrás. Los últimos días los Elegidos habían sido los hijos más mimados de toda Aguasnieblas, salvo por un detalle: sus permisos para salir continuaron siendo nulos.

De manera que los últimos días se habían tenido que conformar con chatear por WhatsApp. Decidieron no desobedecer la autoridad de los padres de no ser absolutamente necesario. Tácitamente habían acordado que seguirían reuniéndose después de que las aguas hubiesen corrido y sus padres olvidaran un poco eso de que fueron víctimas de los Cazadores. Porque, el horror del que formaron parte, era un vínculo que no se disolvía fácilmente.

Faltaban cinco minutos para las doce cuando Cristian pasó por Luis a casa de este. Su mejor amigo estaba sentado en una roca junto a la verja de acceso, la vista fija en el móvil; los dedos se movían como la aguja de la antigua máquina tejedora que una vez tuvo su madre.

Cris sonrió al imaginar con quién mensajeaba.

Katherine y Luis se escribían casi todo el tiempo; allí estaba pasando algo. La chica había terminado con su anterior novio, un tal Sebastián, después de que usaran el teléfono de este para secuestrarla y conducirla a la cabaña. Él dijo haber extraviado su teléfono, pero la muchacha nunca lo perdonó.

―¡Ey, que se te cansan los dedos! ―saludó, frenando la moto.

―¡Hasta que te apareces! Este sol ya me calentó la coronilla.

―¿Quién te manda a sentarte bajo el sol a mediodía?

―Estaba dentro, pero mamá no dejaba de ver con mala cara mi celular. Tengo que cuidarlo, o mucho me temo que uno de estos días lo encuentre hecho pedazos, o en el fondo del baño de la colada, y dirá con voz inocente: “Es tu culpa por no revisar la ropa sucia. Seguro venía en los bolsillos de algún pantalón”.

―Como no lo sueltes en la escuela te lo rompo yo.

―¡Tranquilo, Mamá Dos! ―ambos se carcajearon. Una vez en la moto agregó―: Kate ya va para el parque, vamos.

―Pudimos haber pasado por ella, aquí cabemos tres.

―¿Quieres que su papá la mate? Además, vive a solo unas manzanas del parque.

―Sí, tienes razón. ―Con picardía agregó―: Es muy bonita, no dudo que algún patojo vaya con ella ahora. ¡Ey, no me golpees!

―Pues no me piques.

―¡Ojó, está enamorado el muchacho!

―¡No empieces!

Erick y Katherine estaban ya en el parque, con sus camisas blancas, los pantalones azules uno y la falda a cuadros azules y rojos, la otra; un uniforme horrible, en opinión de Cristian. Por la forma en que Luis miró a la chica, todo mundo sabía cuál era su opinión.

―¿Cómo están, chicos? ―saludó Cristian. Chocó la mano con Erick y dio un beso en la mejilla a Katherine.

―¡Cómo te tardes un segundo más en esa mejilla, ya verás…! ―dijo Luis. Cristian se rio y la muchacha se sonrojó.

La motoneta color rojo de Kimberly apareció en esos momentos y se detuvo cerca de la banqueta en la que estaban. La blusa de ella también era blanca (como en casi todos los establecimientos educativos del país, a decir verdad), pero el listón corinto, a juego con su cabellera caoba, la hacía ver más bonita, al parecer de Cristian. A ella también la saludó de beso, y notó los ojos de Erick clavados en su espalda, casi acusadores. Se apartó rápidamente, a pesar de la suave y embriagadora sensación de sus labios pegados a la tersa piel de la joven.




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